Revuelo entre los músicos académicos: los primeros congresos nacionales de música (1926, 1928)

María Esther Aguirre Lora*
IISUE, UNAM

 

Resumen

El propósito de este artículo es plantear algunos de los debates que se dieron en torno a la renovación de la música académica en el contexto de los dos primeros congresos nacionales de música (ciudad de México, 1926, 1928). Más que dar cuenta de una descripción puntual del evento en sí mismo, interesa incursionar, desde la perspectiva de la historia cultural, en los ambientes político-culturales que dan cuenta del campo de tensiones que se pone en juego en los procesos de la construcción de la identidad nacional, la modernización de los estudios musicales y la emergencia del modernismo mexicano. Ello pone de manifiesto la falsa supuesta homogeneidad del proyecto revolucionario, ya que afloran la gran diversidad de tendencias y toma de posiciones que tuvieron lugar en el curso de las primeras décadas del siglo XX. Dada la vastedad de los debates y temáticas abordadas en ambos congresos, me centro en algunas de las principales discusiones.

Palabras clave: historia intelectual, congresos nacionales de música, modernización de los estudios musicales, construcción de la identidad nacional, campo de tensiones formación de músicos académicos, México.

 


Agitação entre os músicos acadêmicos: os primeiros congressos nacionais de música (1926, 1928)


Resumo

O propósito deste artigo é colocar alguns dos debates acontecidos em torno da renovação da música acadêmica no contexto dos dois primeiros congressos nacionais de música (Cidade do México, 1926, 1928). Mais do que dar conta de uma descrição pontual do evento em si mesmo, interessa incursionar da perspectiva da história cultural, nos domínios político-culturais que relatam o campo de tensões posto em xeque nos processos da construção da identidade nacional, a modernização dos estudos musicais e a emergência do modernismo mexicano. Isso evidência a falsa hipotética homogeneidade do projeto revolucionário, devido a que surge a grande diversidade de tendências e posicionamentos que brotaram no decorrer das primeiras décadas do século XX. Devido à vastidão dos debates e temáticas referidos em ambos os congressos, eu me foco em algumas das principais discussões.

Palavras chave: história intelectual, congressos nacionais de música, modernização dos estudos musicais, construção da identidade nacional, campo de tensões, formação de músicos acadêmicos, México.


Much ado among academic musicians: the first national congress of music (1926, 1928)


Abstract

The purpose of this paper is to raise some of the debates that took place around the renewal of academic music in the context of the first two national music congresses (Mexico City, 1926, 1928). Rather than give an account of the event itself, it would be more interesting to venture, from the perspective of cultural history, into the political and cultural surroundings that reflect the stress field that is at stake in the process of building a national identity, the modernization of musical studies and the emergence of Mexican modernism. This highlights the alleged false homogeneity of the revolutionary project, as what is shown is the outcropping of the great diversity of trends and position taking that took place during the first few decades of the twentieth century. Given the vastness of the debates and topics discussed at both meetings, I focus on some of the main discussions.

Key words: intellectual history, national music congresses, modernization of musical studies, national identity, stress field, training of academic musicians, Mexico.

Recepción: 10/012/16. Aprobación: 19/04/16.


Introducción

Desde la perspectiva que nos ofrece la historia cultural, y más específicamente la historia intelectual, uno de los ámbitos a los cuales se ha dirigido la atención recientemente es el de los espacios de convivencia que surgen entre los siglos XIX y XX (Agulhon, 2009; Habermas, 1991). Es así como el concepto de sociabilidad ha sido asumido plenamente por las nuevas corrientes historiográficas y apunta a visibilizar los lugares en que las distintas formas de interacción social se llevan a cabo (Simmel, 1986; Castillo y Duch, 2015); se trata de aprehender las dinámicas culturales y artísticas de la vida social en un momento dado, identificando nuevas prácticas a través de las cuales se construyen vínculos interpersonales, formas de asociación, cenáculos, mecanismos a través de los cuales intelectuales y artistas se proyectan y legitiman sus posiciones, creación de otros espacios de intervención públicos y privados (Dosse, 2007).

         En este sentido, los congresos nacionales de música (1926, 1928) ofrecen un escenario por demás sugerente para entrever la diversidad de posiciones y tradiciones en el campo de lo musical a partir de los cuales se construían los proyectos culturales revolucionarios, la amalgama puesta en juego en la construcción de las identidades nacionales.

         El estudio de dichos congresos nacionales de música (1926, 1928) ha sido abordado en distintos momentos: 1) los de autores que vivieron el momento, tales como el músico Estanislao Mejía (Mejía, 1947: 13-26) y el historiador Jesús C. Romero (Romero, 1936: 14-17); 2) en años recientes, la temática ha sido trabajada como parte de investigaciones más extensas sobre el campo de lo musical, tal es el caso de Clara Meierovich (1995: 109-120), Betty Zanolli (1997), Alejandro L. Madrid (2007: 18-31) y María Esther Aguirre (2008: 87-156).

         En el caso de este texto, que forma parte de un proyecto colectivo más amplio referido a la historia cultural de la formación artística, la indagación se hizo recurriendo a las fuentes resguardadas en el Archivo Histórico de la Universidad Nacional Autónoma de México (AHUNAM), en el Archivo Vertical de la Facultad de Música de la UNAM, en el Fondo Reservado de la Biblioteca Nacional y en el Archivo General de la Nación. También se requirió la detección y el estudio de textos de diverso tipo que permitieran comprender el momento, las discusiones y las tomas de posición con respecto a los problemas planteados.

Los ambientes

El Primer Congreso Nacional de Música se llevó a cabo en la ciudad de México en 1926. Para ese entonces tan sólo habían pasado nueve años (1917) de que se le pusiera fin al movimiento armado revolucionario, de que se lograra redactar la Constitución Política y se estableciera el primer gobierno constitucional. A pesar del anhelo de conciliación y pacificación que se percibía en los distintos sectores, aún dominaba la inestabilidad política y las fracturas ideológicas: el conflicto religioso que venía gestándose desde tiempo atrás, prácticamente desde los años de las reformas juaristas y, en años recientes, por la política anticlerical establecida en la Constitución de 1917. Durante el gobierno de Álvaro Obregón (1920-1924) hubo momentos críticos que se agudizaron durante la presidencia de Plutarco Elías Calles (1924-1928) derivando en el estallido de la Guerra Cristera (1926). Otros conflictos que marcaron la inestabilidad política en distintos ámbitos, fue el asesinato de Álvaro Obregón (1928), propuesto para un segundo periodo gubernamental. En el plano internacional, Europa había sufrido la primera Guerra Mundial y, no obstante el aliento de esperanza que había dejado la Revolución Rusa (1917), se experimentaban las tensiones propias del periodo de entreguerras.

         Cambios en la esfera económica, cambios en la vida social nos hablan de profundas transformaciones tales como el importante desarrollo de la técnica, el avance industrial y el crecimiento de las ciudades, con su cuota de desplazados del campo a la ciudad en busca de trabajo y de mejores condiciones de vida. Un fenómeno más que se constata es la presencia de las multitudes en la sociedad, aunque esta “sociedad de masas” no fuera algo totalmente nuevo en las primeras décadas del siglo XX, pues venía anunciándose por lo menos 100 años antes (Martín-Barbero, 1991: 31 y ss.).

         En México, no obstante las constantes crisis, y quizá por ellas, se trazaban derroteros para una modernización del país, de largo aliento, que incidiera en prácticas y rutinas del pasado vinculadas con la economía, con la vida social, y la vida artística y cultural no era ajena a ello: intelectuales y artistas enfrentaban el agotamiento de las instituciones porfirianas que los habían formado y marcado y percibían el reto de construir nuevos espacios.

         Ahora bien, en medio de este clima, tan adverso en varios sentidos, ¿por qué se realizaron los congresos?, ¿cuáles fueron las circunstancias propicias para ello? En un esfuerzo de síntesis, desde la perspectiva de la historia cultural, pueden aventurarse algunas hipótesis:

• La paulatina secularización de la sociedad ampliaba el horizonte de los ámbitos de convivencia, de las formas de sociabilidad: frente a las veladas literarias y musicales, las tertulias, los clubes de distinto tipo, las reuniones en las librerías y en cafés, que dominaran el siglo XIX, ahora se propiciaban otros sitios para dialogar y debatir aspectos de interés para la vida académica (pensemos que es el siglo en que se estructura el sistema educativo nacional). Las últimas décadas del porfiriato fueron el espacio en que se dieron estas iniciativas, así tenemos los congresos Higiénico-Pedagógicos (1882, 1889), los congresos de Instrucción Pública (1889, 1991), el Primer Congreso Internacional de Americanistas (1895), y empezando el siglo XX, el Primer Congreso Científico Mexicano (1916). Los congresos, se pensaba, ofrecerían un lugar ‘civilizado’ donde se podrían resolver diferencias de manera armónica.

• El movimiento pendular que del cosmopolitismo y el arte universal-occidental, se desplazaba a lo local-mexicano, que si bien se venía manifestando desde el siglo XIX, en la segunda década del siglo XX vive un momento culminante en la constitución de las identidades colectivas en torno a lo mexicano, que marca la producción artística y cultural, proyectándose al espacio internacional.

• En el ámbito específico de la cuestión artística, resuenan los ecos de las utopías de las vanguardias, convencidas de la necesaria integración del arte en la vida social con su reclamo por la revisión del papel social del artista y el desenclaustramiento de los espacios artísticos. El arte útil vs arte inútil, la ruptura con las tradiciones artísticas del pasado y los convencionalismos devino en un lugar común entre los artistas mexicanos (por ejemplo, Diego Rivera, Carlos Chávez, etcétera).

         La renovación de los ambientes artístico-culturales cristalizó propuestas de grupos de jóvenes porfirianos que impulsaban el encuentro, la reflexión y la crítica. Podemos hablar de la Revista Savia Moderna (1906), la Sociedad de Conferencias (1907), el Ateneo de la Juventud (1909), el Grupo Nosotros (1920), donde coincidían pintores, literatos, escultores, músicos, de la talla de Diego Rivera, Ramos Martínez, Manuel M. Ponce, Julián Carrillo, Alba Herrera, entre otros.

         De hecho, Manuel M. Ponce, desde 1913, en los años de los ateneístas, venía insistiendo en la necesidad de que los compositores revisarán sus prácticas para superar la decadencia en que se había incurrido al estar centrado en el cosmopolitismo europeo y desconocer aquellos elementos que pudieran favorecer la emergencia de la verdadera música mexicana (Ponce, 1913: 5-13), e instaba a instrumentistas, compositores y pedagogos, a reunirse para discutir, para pensar en común cauces para la situación. En 1919, reitera:

La decadencia del arte musical en nuestro país es alarmante; los maestros enseñan para ganarse la vida. Los discípulos estudian sin saber para qué o por qué lo hacen. Existe un alejamiento absoluto entre los artistas músicos. No hay unión ni identidad de miras, ni esfuerzo colectivo, ni entusiasmo. Todo es desaliento y pesimismo. En las esferas oficiales se coopera a esta decadencia, suprimiendo instituciones tan importantes como la Orquesta Sinfónica, la cual, no obstante la abnegación de sus miembros que trabajaron sin retribución alguna durante largos meses, se disgregó al fin. El esfuerzo aislado se pierde en un mar de indiferencia; no hay horizonte. ¿Qué hacer? (Ponce, 1919: 7).

         Las quejas eran constantes: no obstante, a pesar del despliegue que iba experimentando la vida musical del país y la existencia de intérpretes y compositores sobresalientes, situación que está siendo ampliamente revalorada por los historiadores de la música, existió la imagen generalizada de que no había grandes exigencias musicales más allá del entretenimiento y la convivencia: hacer música no dejaba de ser un divertimento de las familias acomodadas, una práctica aristocratizante restringida a determinados círculos, o bien una sencilla ocupación para ganarse la vida. La enseñanza de la música se había dirigido, en gran medida, a las ‘señoritas bien’ para que se lucieran en las reuniones sociales, aunado a la escasez de una enseñanza rigurosa. Las críticas también se dirigían, por voz de los músicos que viajaban a Europa y a Estados Unidos o bien que por algún medio estaban informados de lo que sucedía fuera de las fronteras del país, a ponderar la riqueza de expresiones de la vida musical de concierto en otros países frente a la austeridad de los ambientes mexicanos, o bien los espectáculos rutinarios y repetitivos que se pagaban a precio de oro a algunas compañías extranjeras.

         Un sitio importante de reuniones sabatinas, donde confluían escritores, artistas plásticos y músicos, fue la casa de Rafael L. Ríos, en la ciudad de México, cuyas preocupaciones, y discusiones, se centraban en la necesidad de darle al arte un carácter nacionalista, además de procurar que respondiera a los postulados revolucionarios que destacaban la necesidad de reposicionar su sentido social.

         En medio de estas búsquedas, nacionalistas y revolucionarias, con el apoyo de José Vasconcelos, se llevó a cabo el Congreso de Artistas y Escritores (1923), con tan buenos resultados que constituyó un fuerte acicate para que los músicos ilustrados organizaran el suyo generando el espacio para la revisión de conceptos, teorías y prácticas, que urgía actualizar. Este grupo pretendía dar la batalla contra los músicos europeizantes y desnacionalizados.

“Salud y fraternidad artísticas”: los congresos de música

El Congreso de 1926 se realizó en la ciudad de México (2 al 12 de septiembre, Palacio de Minería, en un horario de 9 a 14 y de 16 a 19 horas).

         Bajo el lema “Salud y fraternidad”, de resonancias masónicas y republicanas, anclado en esa gran matriz ideológica que fuera la Revolución Francesa, los postulados de la convocatoria a esa magna reunión de 1926, hacen las veces de programa rector asumido por un sector de los intelectuales-artistas-músicos que apostaba a un distinto compromiso con la sociedad de su tiempo que, en medio de sus diferentes trayectorias, querían reconocerse en un arte renovado, moderno, para el México revolucionario:
1

• que la música nacional ha carecido hasta la fecha de una orientación definida

• que nuestro pueblo se halla incapacitado para poder apreciar la obra de arte y sus bellezas, por falta de cultura musical

• que nuestra música no es sino reflejo de la europea”, y la labor nacionalista necesita, ante todo, personalidad

• que es tiempo ya de que los estudiantes que se dedican a la música en general, así como los maestros que ejercen esta profesión, entren resueltamente en una era de justicia, tanto en la enseñanza particular como en la oficial

• que la dignificación del arte músico-nacional debe radicar en la cultura de los músicos mexicanos, para llevar a cabo una verdadera labor nacionalista

• que no existe, hasta la fecha, reglamentación alguna para ejercer el magisterio musical

• que hasta hoy no se ha profundizado bien el problema del folklore, y en consecuencia no ha sido estudiado técnica ni artísticamente

• que los esfuerzos realizados para el estudio del folklore —oficiales o particulares—, no han sido llevados a cabo con la organización que merecen

• que en nuestro medio no existe ninguna sociedad de conciertos que llene las necesidades artísticas que nuestra cultura demanda.2

         Desde tiempo atrás se venía pensando en un congreso sólo para compositores, pero la euforia de la propuesta se desbordó y, finalmente, se dirigió a músicos, musicógrafos, compositores, profesores de música de las diversas instituciones públicas o privadas, así como a delegados de las distintas sociedades artístico- musicales del país. Quizá por razones históricas en ese momento, el Congreso excluyó la participación, en condición de miembro activo, de quienes no fueran de “nacionalidad mexicana”,3 si bien integraba como miembros honoríficos e invitados especiales a las diversas autoridades del mundo académico y político de todo el país. De hecho, se expidieron 108 credenciales, de las cuales sólo 75 fueron de miembros activos; también hubo tres delegaciones de los estados (Jalisco, Puebla y Zacatecas).

         Las tesis y propuestas (se presentaron 48) se organizaron en seis temáticas generales: 1) Acústica musical; 2) Organografía; 3) Teoría y composición musicales; 4) Pedagogía musical; 5) Folklore; 6) Temas libres.4

         Pero llegar a la realización de este evento, no fue fácil: podemos detectar, grosso modo, tres grupos-posiciones en conflicto:

         1) La del pianista Carlos del Castillo (1882-1959), a la sazón director del Conservatorio Nacional de Música (CNM), quien traía sobre las espaldas una sólida formación: dentro del propio Conservatorio mexicano, como alumno de Carlos J. Meneses, dentro de la tradición de la música erudita alemana, en el Conservatorio de Leipzig, discípulo de Alfred Reisenauer, a su vez discípulo de Franz Liszt; su formación fue puesta a prueba en los recitales que dio en las principales ciudades europeas (Velazco, 1982). Al respecto, es importante señalar que una de las prácticas establecidas durante el porfiriato, fue becar a los artistas para prepararse mejor en el extranjero y, después, retribuir con su trabajo en el mejoramiento de las instituciones, de modo que a su regreso a México, años antes de asumir la dirección del Conservatorio de Música (1923-1928), continuó desarrollando en su Academia Juan Sebastián Bach (fundada en 1907), el sistema de enseñanza aprendido de los discípulos de Liszt, tarea que continuó al frente del Conservatorio que devino la principal sede de difusión de los cánones de la música europea.

         Carlos del Castillo pugnaba por la rigurosidad del Congreso, entendida en términos de sólo dar cabida a los compositores más consolidados desde su punto de vista; de entrada establecía:

Hay que declarar, desde luego, y muy en alto que al Congreso no tendrán acceso los charlatanes de la música. Vendrán hombres serios y que prestigien el arte nacional. Todos los músicos serios del país están de acuerdo en la necesidad de acabar con el encanallamiento de la música que llaman pomposamente mexicana [...]. Campearán en él las ideas más modernas, más adelantadas y revolucionarias, pero se impedirá la presencia en el Congreso de nulidades (Castillo, 1926: 2).

         El grupo aglutinado en torno a Del Castillo, el conjunto de profesores y discípulos que lo seguían fielmente, abogaba por la defensa del clasicismo y propugnaba porque el Congreso asumiera participar en los festejos internaciones referidos al primer centenario del nacimiento del “divino sordo”, Beethoven (1827-1927) aunque, dicho sea de paso, en realidad era el aniversario de su muerte, 1827.

         2) Un segundo grupo era el de los “trecesistas”, o sea los seguidores de Julián Carrillo (1875-1965). Carrillo, formado con los mejores maestros del Conservatorio, había sido becado para estudiar en el Real Conservatorio de Leipzig, entre otros, con Hans Becker, discípulo de Joachim Nikolas Eggert, y después en el Real Conservatorio de Gante. Galardonado con varios premios, había sorprendido a la sociedad europea y mexicana con su innovador sistema de escalas microtonales de cuartos, octavos y dieciseisavos de tono, que acometía directamente contra el canon de las tradicionales escalas mayores y menores que había dominado la composición musical durante siglos. Y no sólo eso, además de su labor como compositor e instrumentista, había confeccionado pianos y arpas microtonales ad hoc para poder poner en práctica su teoría del Sonido Trece, con lo cual descubría un mundo de posibilidades sonoras para las composiciones modernas (Pareyón, 2007: 190-195). Sus méritos fueron suficientes para haber sido director de Conservatorio en dos periodos (1913-1914 y 1920-1923) y dejar un grupo interesante de seguidores.

         3) El otro grupo, el de los nacionalistas, representaba la corriente emergente que apuntaba a ver cristalizada una Escuela de Música Mexicana. En este grupo estaba involucrada prácticamente la comisión organizadora, y si bien había coincidencias de fondo en los idearios, la composición del grupo era muy heterogénea, pues se combinaban intereses referidos a la historia, la ingeniería, la acústica, el folklore, además del deseo, por Alba Herrera, de llevar el oficio de músico al más alto nivel, siempre en relación con los parámetros europeos que habían dominado los ambientes del siglo XIX y que ella profesaba. Los ‘nacionalistas´, influidos por las reuniones que llevara a cabo el grupo que realizó el Primer Congreso de Escritores y Artistas, se centraban en estudiar en qué consistía el folklore, qué relación tenía con la música indígena, la criolla, la mestiza y, en este contexto, qué implicaría el nacionalismo musical, acorde por lo demás con su posición de vanguardia revolucionaria (recordemos que el Grupo Nosotros mantuvo una estrecha relación con el Grupo Claridad, exponente de la Internacional del Pensamiento con sede en París, presidido por Henri Barbusse y Anatole France).

         Es cierto, los tres grupos polemizaban desde sus respectivas ‘trincheras’, pero había una coincidencia de fondo: excluir del Congreso a los llamados ‘músicos populares’ que abogaban por la canción mexicana citadina y rural, ajenos a los círculos ilustrados que cultivaban otras tradiciones musicales. El asunto fue tema de un editorialista que retrató muy bien lo que sucedía:

¿Cómo va a figurar entre ellos, clasicistas y trecesistas, la musa campirana de Tata Nacho? ¡Que sacrilegio! Sería un desdoro para el Primer Congreso Nacional de Música, en el cual ha de discutirse a Wagner, a Beethoven, a Mozart y a Carrillo. Tata Nacho, con su cara de reptil amodorrado, les recordaría a los ilustres congresistas las “chaparreras” michoacanas, “La hija de la guayaba”, “El chilpayate” o “La borrachita”, son airecillos plebeyos que escandalizarían a la musa aristocrática, de chapines de raso, de cabellera empolvada y de manos manicuradas. ¿Cómo han de tener cabida músicos como Tata Nacho, en medio de esa pléyade de sublimes, de cóndores musicales, de compositores de chistera y de guantes de canguro? [...] ¡Fuera de esos ambientes señoriales la musa populachera, desgreñada, candorosa que no sabe embriagarse con champaña o con vino del Rhin, que nunca ha desorbitado su imaginación, haciéndola elevarse en espirales hacia los paraísos artificiales de la cocaína, del éter, de la morfina o del opio! [...] ¿Cómo pudo atreverse la osada a pensar que pudiera penetrar ahí, con sus huaraches y su tilma, y rozarse con estas musas bien educadas, vestidas de seda, con polvos de arroz, carmín y “rimmel” [...], que saben presentarse desenvueltas y seguras en los salones de la “High Life”; con esas musas que sólo saben ir del brazo de un caballero de levita cruzada, de jaquette o de frac? (Júbilo, 1926: 3).

         Pero, en la medida en que la prensa anunció que en poco tiempo el director del Conservatorio lanzaría la convocatoria para realizar el Primer Congreso Nacional de Compositores Mexicanos con el objetivo de estudiar presente y futuro de la música mexicana, las críticas empezaron a cercenar el ambiente, entre ellas, las de Carlos Chávez, que se mofaba de estas iniciativas para hacerle frente a los problemas del campo musical e ironizaba sobre todo lo que ahí podría darse, pues el rigor quedaba depositado en los taquígrafos, el presidente de debates y los botelloncitos de agua que correrían a pasto, en la participación de especialistas, eruditos y ‘doctores’. Se trataba, según él, de una simple imitación de lo que ocurría en otros campos del conocimiento donde había más justificación para este tipo de reuniones (Chávez, 1925).5

         El famoso pianista y profesor del Conservatorio, Antonio Gómezanda, también se manifestaba en la prensa capitalina en contra de los congresos:

En México, más que congresos necesitamos concursos para seleccionar las obras que merezcan todo el apoyo y todo el dinero […] Tenemos fresco un doloroso ejemplo con motivo de la iniciativa del actual director del CNM, don Carlos del Castillo. Ni siquiera se fijaron las bases de la convocatoria para el congreso y salieron a relucir con su brillo de cobre, los eternos personalismos.

         Conforme se acercaba la fecha del Congreso, las críticas llovían sobre Del Castillo y la tensión entre los convocantes crecía de tal manera que decidió renunciar a la organización del Congreso, y la tarea fue asumida por un grupo de jóvenes, casi todos integrantes del Grupo Nosotros —el músico conservatoriano Estanislao Mejía, presidente; el ingeniero Daniel Castañeda, secretario; Francisco Domínguez, secretario de correspondencia; Alba Herrera; el crítico musical de El Universal, Manuel Barajas, Jesús C. Romero; León Mariscal; Ignacio Montiel López; vocales.

Las propuestas

En un esfuerzo de síntesis, pueden señalarse lo que fueran los principales debates y propuestas del Congreso de 1926:

En relación con la enseñanza

El Congreso se vislumbraba como la posibilidad, entre otras cosas, de plantear alternativas nacionales frente al primado de la europeización porfiriana, donde la enseñanza tenía un lugar privilegiado; puede decirse que los debates en educación se centraron en dos problemas; que se enuncian enseguida.

Instituir la figura del maestro de música

En principio, no se puede negar la incidencia del Conservatorio en la formación de los músicos: incluso en el plan de estudios de 1916 se había establecido la posibilidad de lograr, después de haber acreditado la materia de Pedagogía aplicada a la m úsica, el título de “Profesor” en el área musical o instrumento en que se desempeñase (Zanolli, 1997, I: 333-337). Pero también se abría la opción de formarse como profesor de música escolar, después de haber cursado Estudios de Práctica de Música Escolar en un promedio de dos años (Zanolli, 1997, II: 324). Sin embargo, para 1926 el momento era otro y fue apabullante el reclamo para que los maestros de música tuvieran una preparación propiamente pedagógica que pudiera legitimar su oficio.

         Por lo demás, para la década de los veinte los músicos, por diversas vertientes, estaban sensibilizados respecto a la importancia de la pedagogía; seguramente eran conscientes de los legados porfirianos: el siglo XIX se había conocido como el siglo de oro de los pedagogos, en el que se habían dado importantes realizaciones y teorizaciones cristalizadas en la escuela elemental y en la formación de maestros. Hacía tiempo que la formación de los maestros se veía como la alternativa posible para comprender los problemas educativos del país y avanzar algunas propuestas. En el caso específico de la Universidad y la Escuela de Altos Estudios, Justo Sierra y Ezequiel A. Chávez habían introducido los estudios pedagógicos dirigidos a la enseñanza secundaria y superior, generando espacios donde los profesores pudieran sistematizar su experiencia, simultáneamente al manejo de su propio campo de conocimientos.6 De modo que, para el Congreso de 1926, plantearse la carrera de maestro de música resultaba muy congruente con la inquietud de los ambientes académicos.

         Establecer la carrera de maestro de música, de manera similar a lo que sucedía en Europa y Estados Unidos, permitiría el manejo de fundamentos en el hacer, evitando el empirismo, y el hacer mismo dirigido a través de una cuidadosa ejercitación de principios —para superar la abstracción de las teorizaciones—. A la vez, para muchos, esto sería el mejor antídoto para evitar que las plazas vacías del magisterio se cubrieran por recomendaciones, compadrazgos y, en el mejor de los casos, por oposiciones, sistema que había demostrado su insuficiencia; se buscaban filtros y mecanismos que depositarían en la competencia para transmitir conocimientos y habilidades, juzgada por quienes manejaban el mismo lenguaje, el acceso a una ocupación especializada. Si bien el sistema de oposiciones como medio para obtener una cátedra, era el de más fuerte arraigo en el país, Justo Sierra y Ezequiel A. Chávez, entre otros, habían estado en estrecho contacto con la Escuela Normal Superior de París y pudieron constatar que este sistema estaba totalmente superado: la vía para obtener una plaza en el magisterio y para avanzar en el escalafón era, ni más ni menos, que seguir el proceso de formación y el perfeccionamiento del profesorado.

         Las propuestas oscilaron desde incluir una materia en el plan de estudios del Conservatorio (Montiel, 1926) hasta la perspectiva de visualizar una carrera completa para formación de maestros de música, que para algunos se centraba en la enseñanza primaria, en tanto que para otros también abarcaba la enseñanza superior; para unos más abarcaría un sector más amplio, como lo eran las escuelas nocturnas, rurales, militares y para obreros, y aun la propuesta de establecer una escuela normal para maestros de música (Mejía, 1947). Pero también se señalaba otra situación directamente relacionada con la legitimación de la actividad docente en música: la certificación de los estudios realizados, mediante diplomas o a través de títulos. Para los estudiantes del Conservatorio, en comparación con otras facultades universitarias, al concluir los estudios —se señalaba— no hay ninguna recompensa ni reconocimiento, “ni siquiera la meramente formal del título, estimulante colofón y escudo protector que el estudiante de cualquier otra facultad universitaria recibe como merecido galardón” (Sandi, 1926: f. 4710).

         Además, había que sensibilizar tanto a la Universidad como a la Secretaría de Educación Pública para que pusieran “como requisito indispensable y categórico para la expedición de un nombramiento de profesor de música en cualquiera de sus dependencias, el que el solicitante sea titulado en la materia que pretenda enseñar” (idem, f. 7412). Se iniciaba una larga contienda entre los maestros empíricos y aquéllos formados institucionalmente.

         Se planteaba la necesidad de uniformar procedimientos, métodos, sistemas y aun contenidos, ya que para muchos si bien no bastaba con dominar el propio campo, tampoco bastaba con dominar las artes de la enseñanza. También abundaron las propuestas de “metodologías” específicas, ya sea que se refirieran al aprendizaje del solfeo, del canto, de instrumentos de cuerda, entre otros.

         Los tiempos requerían, por otra parte, la unión, y reunión, de todos los que, abocados a la enseñanza musical, en cualquiera de sus ámbitos, niveles, modalidades o especialización, compartieran una misma tarea en el país: “todos esos mentores, cualquiera que sea su rango intelectual o social, deben constituirse en una gran academia para estudiar los mejores sistemas y procedimientos para la enseñanza musical” (Montiel, 1926 b.: f. 7399). De este modo, algunas de las propuestas se dirigirían a formar una asociación de maestros de música, iniciativa —según se decía— muy frecuente en Inglaterra y en los Estados Unidos.7

Por una nueva enseñanza de la historia de la música

En el contexto de las búsquedas en torno al sentido de lo nacional, de la recuperación de lo propio, de la regeneración de la anhelada identidad nacional que ahora se imaginaba por otros cauces, fermentaban vías inéditas largamente bosquejadas y maduradas que fueron sometidas a debate por algunos congresistas: grupos representativos de músicos buscaban su propia expresión de lo nacional, de lo que se configuraría como nacionalismo musical —un paso más en un largo proceso iniciado en siglos anteriores que daría lugar a la construcción de una Escuela Mexicana de Música—.8 En este sentido, la reorientación de los estudios y de la producción musical era uno de los móviles del Grupo Nosotros en este Congreso.

         Una clave importante al respecto era lograr un conocimiento de lo propio en el terreno de lo musical; sobre esto la historia tendría mucho que decir.

         Así, hubo tesis y propuestas encaminadas a este propósito. En ambas se replanteaba la enseñanza de la historia, tanto en el Conservatorio como en las academias particulares y oficiales de música. Pero la tesis y la propuesta que resultaría verdaderamente demoledora era la presentada por Jesús C. Romero9 a nombre del Grupo Nosotros: “La historia crítica de la música en México como única justificación de la música nacional” (Romero, 1926).

Para comprobar este desconocimiento [de autores nacionales], reto a ver quién es el guapo que se atreve a sustentar una conferencia crítica acerca de nuestros autores. Ni el maestro Campa, tan erudito y tan sabio; ni el maestro Ponce, tan competente en asuntos de nuestra música; ni nuestra Alba Herrera, de conocimientos tan disciplinados; ni el maestro Tello, tan acucioso; ni el mismo Rubén Campos, quien según sé, está comisionado para escribir (¿cuándo la terminará?) la Historia de nuestro Folklore (idem: f. 7434).

         La condición crítica de esta historia consistía, para Romero, en que aportara elementos para el conocimiento del propio progreso musical y, a partir de ello, superar las propias limitaciones:

[...] desconocemos en lo absoluto —nos dice— a la luz de un principio crítico que permitiera justipreciarlos, a nuestros compositores, a nuestros tratadistas, a nuestros pedagogos y a nuestros musicógrafos. [...] Pretendemos justificar a nuestro arte, pero lo desconocemos, al grado que para muchos no existe; pretendemos hacer de nuestro folklore algo que ostente un sello indiscutible de mexicanismo, pero ignoramos los elementos de que podemos servirnos para ello [...]. ¿Será en nosotros fácil dignificar nuestra música si por desconocerla somos incapaces de señalar sus defectos? (idem: f. 7431).

         Está por demás decir que la tesis de Romero se dirige, de manera generalizada, contra el exclusivo conocimiento de los compositores europeos que prevalecía en el Conservatorio Nacional de Música, en contraste con la realidad musical mexicana, tesis que, dicho sea de paso, había esgrimido en diversos foros desde la década de los veinte.

         El trabajo, en sí mismo, desde su dictaminación resultó muy polémico. Uno de los dictaminadores, el licenciado Ernesto Enríquez, lo cuestionó desde un principio argumentando que “nuestra música ni ochenta años comprende” (idem: f. 7444). Los argumentos de Romero al respecto eran contundentes, ya que por desconocimiento o por una actitud peyorativa hacia lo local —señalaba—, directamente se pasaba por encima de los avances del siglo XIX y aun de las sociedades novohispanas, desconocimiento que iba en contra de la propia institución porque “ni conservaba la música, ni era nacional” (sic).

         En una exposición sistemática hizo un repaso de los hitos en la historia musical de México, desde los grupos aborígenes hasta los tiempos recientes —en una perspectiva de historia evolutiva vigente en la época desde las últimas décadas del siglo XIX—, señalando tanto fuentes primarias como historias de la música mexicana y otras que abordaban indirectamente el asunto.

         Por otra parte, es importante tener presente que la enseñanza de la historia entre los músicos era relativamente reciente. A partir de la propuesta de reforma de las escuelas nacionales, que se llevó a cabo entre 1893-1897, la “Ley de enseñanza para el Conservatorio Nacional de Música y Declamación” (1899), introdujo las materias de Historia Patria e Historia general, como respuesta a la perspectiva de la unidad nacional que proponían los círculos liberales del país, con Justo Sierra a la cabeza; hacia 1900, siempre con el mismo propósito identitario, se introdujeron la historia y geografía, y si bien para 1907 se había delegado en el pianista Francisco Contreras la investigación de la historia de la música y del conservatorio —que por cierto cuestiona Jesús C. Romero—, sólo hasta 1926, como uno de los acuerdos del Primer Congreso Nacional de Música, se propuso el establecimiento de cursos de un año de duración cada uno, particularmente dirigidos a la historia de la música.

         Entre los acuerdos importantes del Congreso del 26, estuvo el estimular la composición sobre temas nacionalistas a través de un concurso, así como la realización del Segundo Congreso Nacional de Música (1928), para continuar el debate sobre los problemas que afectaban el desarrollo de los estudios musicales, aunque las condiciones no fueron las mejores, por los capillismos y las tensiones que se habían exacerbado entre los grupos, además del clima de inestabilidad política, que se exacerbaba con la Guerra Cristera y el asesinato de Obregón.

         Así las cosas, el Segundo Congreso Nacional de Música se inauguró el 2 de septiembre de 1928, en las instalaciones de la Escuela Nacional Preparatoria. La asistencia y las participaciones se redujeron; no obstante, hubo ponencias relevantes que dan cuentas de las vías que se estaban planteando para hacer una realidad el nacionalismo musical, donde la discusión sobre el folklore, su desconocimiento incluso a nivel conceptual, criterios de clasificación y más aún de sus prácticas, fueron motivo de acaloradas discusiones e interesantes propuestas, algunas de las cuales madurarían años después. Importante también fue la conjunción que se logró entre el necesario estudio del folklore y la renovación de los cánones que ello imponía a los compositores, mediada por su exploración y enseñanza.

         Así, Daniel Castañeda y Gerónimo Baqueiro, en la ponencia “El Folk-lore como fenómeno histórico”, planteaban la relación estrecha entre el lenguaje y la música, de donde derivaban explicaciones sobre la particularidad de la melodía, de la cadencia y del ritmo de los cantos vernáculos, fueran populares o refinados (sic). De ahí la necesidad de explorar las regiones geográficas y culturales del país, de lo cual resultó el establecimiento de la Comisión técnica de folklore con muy buenos resultados, como se menciona más adelante.

         Luis Sandi, quien años después incidiría en el Departamento de Educación Musical de la Secretaría de Educación Pública (SEP), completaba los trabajos anteriores con su ponencia “La canción popular mexicana y la enseñanza del canto en las escuelas”, en la que planteaba la necesidad de desplazar la enseñanza de los cantos aristocráticos y refinados (sic), pues esto sería lo que mejores resultados daría por la cercanía a la experiencia del niño, por su sencillez y familiaridad.

         El trabajo de Estanislao Mejía, “La música mexicana”, resultó débil en sus planteamientos e incurrió en lugares comunes con respecto a la percepción de las razas y el comportamiento que en ellas asignaba al indio y al criollo, de modo que los dictaminadores lo derivaron a la sección de Pedagogía musical, en la que prevalecía el ‘didactismo’ característico de la época.

         Carlos C. Romero, preocupado por las críticas que le hicieran a la ponencia que presentara en el Primer Congreso, trabajo arduamente para demostrar la existencia de música en las sociedades llamadas pre-cortesianas, haciendo ver que la historia de la música mexicana podía abarcar más de ochenta años... La ponencia “Estudio de nuestra prehistoria musical como factor importantísimo en la especulación folklórica de México”, realizada en colaboración con Gerónimo Baqueiro y Daniel Castañeda, era resultado de las indagaciones que hizo Romero en el Museo Nacional de Arqueología e Historia, a partir del estudio de las flautas anteriores a la llegada de Cortés, para demostrar cuáles fueron los elementos de ritmo, melodía y armonía que éstas posibilitaron. La sesión en que se presentó el trabajo fue polémica y rica en sugerencias pues se ponían de relieve las particularidades melódicas y rítmicas de la música indígena, uno de los sustentos del nacionalismo musical que se estaba planteando.

         Todo ello derivó, como una de las conclusiones del Segundo Congreso, en el establecimiento de la Comisión Técnica de Folklore que, a pesar de su breve vida pues se disolvió en 1929, a partir del movimiento estudiantil que concluiría con el logro de la autonomía universitaria y la escisión del Conservatorio de Música, de lo cual surgiría la fundación de la Escuela de Música, fructificó en el estudio cuidadoso, tanto en redes conceptuales como en teorías y prácticas, del campo del Folklore, que había sido uno de los motivos del trabajo del grupo que organizó el Primer Congreso de Escritores y Artistas, allá por el año de 1923.

A modo de cierre

Las jóvenes generaciones de intelectuales y artistas que habían crecido al cobijo de las instituciones porfirianas, en las primeras décadas del siglo XX, a raíz de los movimientos revolucionarios, tuvieron que enfrentar el reto de reconstruir su relación con el Estado, de establecer otras instituciones o bien de refundar las existentes. En este sentido, los congresos nacionales de música constituyen un espacio para estudiar los conflictos, las alianzas y lealtades que se fraguan, cuyo trasfondo es la construcción del nacionalismo cultural, del nacionalismo musical y las implicaciones que ello tiene en la producción del conocimiento, en la formación de los músicos profesionales, en la enseñanza de la música escolar; más aún, en las políticas educativas y culturales propuestas por el Estado y el papel de los círculos de artistas e intelectuales al respecto.

         Pasaron algunos años para que los acuerdos y medidas académicas que derivaron de esas reuniones pudieran ponerse en marcha, tal fue el caso de algunas reformas que se hicieron en el Conservatorio Nacional de Música, cuando Carlos Chávez asumió su dirección (1928), como fue impulsar la composición de corte nacionalista con base en el conocimiento de la música indígena e instituir academias de investigación en las que un problema nodal era el estudio del folklore, medidas que se suspendieron al dejar Chávez la dirección del plantel. Sin embargo, empezaron a cristalizar otras iniciativas (instituciones, sociedades, publicaciones periódicas, libros) que darían nuevos cauces para madurar el tema del folklore y revisar posturas con respecto al nacionalismo en las artes y en la cultura.

         Si bien la búsqueda de la identidad nacional es un viejo sueño que atraviesa el siglo XIX, las expresiones más consolidadas del movimiento nacionalista en la cultura podemos datarlas de los años de José Vasconcelos al frente de la Secretaría de Educación Pública (década de los veinte), que es cuando empiezan a asumirse como política de Estado, lo que motiva sus sucesivos despliegues. Queda claro que el proyecto revolucionario no se trató de un movimiento homogéneo, sino de tantas expresiones cuantos grupos sociales tuvieron cabida en él (Picún y Carredano, 2012). En el caso de los músicos académicos el proyecto continuó siendo un campo de contienda el que se expresarían distintas formas de romanticismo nacionalista (Manuel M. Ponce y Estanislao Mejía, por ejemplo), de posromanticismo (Gustavo E. Campa, Julio Ituarte, Ricardo Castro, por ejemplo) y de las vanguardias musicales (es el caso de Carlos Chávez y Silvestre Revueltas, entre otros). Para unos el movimiento fue flor de un día; para otros, constituyó una respuesta vital a la necesidad de modernización que se experimentaba e incidieron en los modos posibles de la formación de nuevas identidades colectivas para el nuevo Estado nacional que se imaginaba, donde lo educativo constituía un enclave fundamental.

 

*María Esther Aguirre Lora
Mexicana. Doctora en Pedagogía por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), México y estudios doctorales en Historia social de la educación, en Florencia, Italia (coordinados por Antonio Santoni Rugiu). Investigadora de tiempo completo en el Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación (IISUE), UNAM y profesora en el Posgrado en Pedagogía, UNAM. Temas de investigación: historia cultural de la formación artística; desplazamientos paradigmáticos en el campo de la historia de la educación.
esalberto12@gmail.com Regresar


1.Es importante destacar que la convocatoria fue escrita por Jesús C. Romero, Daniel Castañeda, Manuel Barajas, Ignacio Montiel y López, sobre todo en cuanto se refiere a los supuestos referidos a la necesidad de plantear un arte nacional. Regresar

2.Considerandos”, en Convocatoria, bases y reglamento del Primer Congreso Nacional de Música, 1926, AHUNAM, CESU, Fondo. Escuela Nacional de Música, c. 19, exp. 1, f. 6984. Regresar

3.“Bases. Capítulo I. De los congresistas”, Convocatoria..., op. cit, f. 6985. Regresar

4.Convocatoria…, op. cit, p. 6987. Regresar

5.Un congreso sin rigor”, en El Globo, febrero 25 de 1925, apud Carmona, 1997: 77-80. Regresar

6.Esto quedó claramente establecido en la Ley constitutiva de la Escuela Nacional de Altos Estudios [1910], que señalaba, entre otros, los siguientes objetivos: “1° Perfeccionar, especializándolos y subiéndolos a un nivel superior, estudios que en grados menos altos se hagan en las Escuelas Nacionales Preparatoria, de Jurisprudencia, de Medicina, de Ingenieros y de Bellas Artes, o que estén en conexión con ellos. [...] 3° Formar profesores de las escuelas secundarias y profesionales”, lo cual contribuiría significativamente al progreso y evolución del país (citado por Ducoing, 1990: 87). Regresar

7.La información la da Ignacio Montiel, quien hacía gala de haberse graduado en la University Extensión Conservatory de Chicago, III, EUA. de A. Regresar

8.El movimiento nacionalista fue sumamente complejo y abarcó los distintos ámbitos y esferas de la vida social y cultural, pública y privada, rural y urbana, de las élites y de los sectores populares, con diversos matices y aristas. En el caso de la música, hubo tantas versiones cuantos grupos y tendencias se manifestaron, ya haciendo hincapié en la recuperación de elementos musicales e instrumentos indígenas, en lo mestizo como tal, en las formas vernáculas o en la indagación de sus sonoridades, lo que también explica su riqueza, su versatilidad y sus posibilidades creativas. Regresar

9.Jesús Carlos Romero Villa (ciudad de México, 1893-1958), formado como médico cirujano y con estudios en historia, es uno de los musicólogos mexicanos más reconocidos, destacado por su producción bibliográfica y hemerográfica, que tuvo un papel relevante tanto en el Conservatorio Nacional de Música como en lo que sería la Escuela Nacional de Música de la UNAM. Regresar


Referencias

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CÓMO CITAR ESTE ARTÍCULO

Aguirre Lora, María-Esther (2016), “Revuelo entre los músicos académicos: los primeros congresos nacionales de música (1926, 1928)”, en Revista Iberoamericana de Educación Superior (RIES), México, UNAM-IISUE/Universia, vol. VII, núm. 20, https://ries.universia.net/article/view/1814/revuelo-musicos-academicos-congresos-nacionales-musica-1926-1928- [consulta: fecha de última consulta].