El tema de género en las universidades suele abordarse para conocer las condiciones y experiencias de las mujeres que las conforman. Aunque literatura anglosajona es amplia en este tema, en el caso hispano se trata de un tópico relativamente nuevo. Por ello, se realizó un estado del arte que diera pistas sobre este fenómeno en universidades de Hispanoamérica. La revisión documental reveló la vigencia de la desigualdad de género en estos espacios. Pese a que su eliminación es una meta internacional, las mujeres siguen enfrentando discriminación, violencia, segregación y otras formas de desigualdad en el ámbito universitario, lo que afecta su desarrollo académico y profesional, así como su bienestar personal. Se halló además que el enfoque interseccional poco se aborda en esta línea investigativa, pero es positivo, en términos de perspectiva de género, que las investigaciones revisadas provienen mayoritariamente de mujeres científicas.
Palabras clave: estudios de género, evaluación de universidades, desigualdad social, Hispanoamérica.
A questão de gênero nas universidades costuma ser abordada para conhecer as condições e experiências das mulheres que as compõem. Embora a literatura anglo-saxônica seja extensa sobre esse assunto, no caso hispânico é um tópico relativamente novo. Por isso, foi realizado um estado da arte para dar pistas sobre esse fenômeno nas universidades da América Hispânica. A revisão documental revelou a prevalência da desigualdade de gênero nesses espaços. Apesar de sua eliminação ser uma meta internacional, as mulheres continuam enfrentando discriminação, violência, segregação e outras formas de desigualdade no ambiente universitário, o que afeta seu desenvolvimento acadêmico e profissional, bem como seu bem-estar pessoal. Constatou-se também que a abordagem interseccional é pouco abordada nessa linha de pesquisa, mas é positivo, em termos de perspectiva de gênero, que as pesquisas revisadas foram oriundas majoritariamente de mulheres cientistas.
Palavras chave: estudos de gênero, avaliação universitária, desigualdade social, América Latina.
The topic of gender in universities is usually approached to learn about the conditions and experiences of the women who integrate them. Although the Anglo-Saxon literature is extensive on this subject, in the case of Hispanic universities in Latin America, it is a relatively new topic. For this reason, a state-of-the-art study was carried out to provide clues about this phenomenon in Hispanic American universities. The documentary review revealed the prevalence of gender inequality in these spaces. Although its elimination is an international goal, women continue to face discrimination, violence, segregation, and other forms of inequality in the university environment, affecting their academic and professional development, as well as their well-being. It was also found that the intersectional approach is little addressed in this line of research, but it is positive, in terms of gender perspective, that the research reviewed comes mostly from women scientists.
Keywords: gender studies, university evaluation, social inequality, Latin America.
Este artículo está relacionado con el estado del arte de una investigación doctoral en curso, que versa alrededor de los temas de cultura de género en universidades españolas, mexicanas y colombianas, y las políticas para la igualdad entre los sexos que allí se adelantan; para ello resultó indispensable sondear cómo el tema de género ha incursionado en dicho ámbito, exigiendo un estado del arte que posibilitara responder a interrogantes como: ¿Cuáles son las tendencias teóricas prevalecientes para el estudio del género en las universidades hispanas?, ¿cuáles son las líneas investigativas más exploradas?, ¿qué países de Hispanoamérica están produciendo mayor información al respecto?, ¿quiénes son sus principales exponentes?, ¿cuáles son las metodologías más usadas?, ¿cuáles son los resultados más frecuentes? Interrogantes y respuestas útiles para cualquier persona o grupo de investigación que desee adentrarse en la temática de género en el contexto universitario.
Estas preguntas sirvieron de guía para desarrollar el documento, el cual se desglosará en el siguiente orden: 1) las vertientes temáticas que aparecieron más frecuentemente sobre género en la literatura revisada; 2) las metodologías prevalecientes en dichos estudios; 3) la población (o poblaciones) usualmente abordada para el estudio de género en las universidades; y 4) las corrientes y/o perspectivas teóricas privilegiadas en los estudios citados.
Para ejecutarlo se acudió a la revisión documental de artículos publicados entre 2015 y 2023, reconociendo al 2015 como un año importante para la igualdad de género en el mundo occidental, en la medida en que pasó a ser una meta transversal de los objetivos de desarrollo sostenibles (ODS) de la agenda 2030 propuesta por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) (Londoño, 2018; ONU Mujeres, 2020). En la que además de “darle un nuevo impulso” a la agenda internacional, se buscó reafirmar el compromiso de las distintas naciones, actores sociales, organizaciones e instituciones, como las universidades, para ayudar a alcanzar dicho propósito (REDS, 2020).
Metodológicamente, la revisión documental se hizo bajo los enfoques de análisis-síntesis y la inducción-deducción (Dávila, 2006). Sistemáticamente el modelo PRISMA (Moher et al., 2016) permitió organizar la información obtenida de fuentes de datos, entre ellas: Redalyc, SciELO, Scopus, JSTOR, Sage; el principal filtro fue “literatura escrita en español”, asociando el idioma con la región de interés para el estado del arte. Las palabras clave para la búsqueda fueron género y universidad y las bitácoras TI género y universidad; OR AB igualdad y género; AND AB desigualdad de género. Se hicieron varios descartes de documentos por estar en idiomas distintos al español, por haber sido publicados en años anteriores a 2015 —limite propuesto para el estado del arte por razones ya señaladas— y por no guardar relación alguna con las categorías o temáticas requeridas para este ejercicio.
Los 50 artículos escogidos cumplieron con los criterios de: estar en idioma español, ser un producto de alguna universidad hispana, tener como eje central o referente la categoría analítica del género y, finalmente, dar luces sobre el estado de la igualdad entre los hombres y las mujeres que conforman dichas comunidades universitarias. Los artículos se insertaron en una matriz de Excel elaborada para clasificarlos por título, año, base de datos originaria, autoras (es), país, objetivos, metodología usada, teorías/conceptos, resultados y conclusiones. La información obtenida facilitó interpretar, relacionar y comprender teórica y metodológicamente los artículos seleccionados.
En el balance documental, se encontró que los países de Hispanoamérica que más información están arrojando sobre género en el contexto universitario son: España, México, Colombia y Argentina; y como dato importante, desde una perspectiva de género, sus autorías son mayoritariamente femeninas. En esos estudios, el género en el contexto universitario se concibe como una categoría analítica para entender la realidad y, en paralelo, como un sistema jerárquico y asimétrico de poder que delimita el conjunto de relaciones sociales entre hombres y mujeres. Esto deriva en un orden de género que también media las interacciones que se establecen en el contexto universitario, haciendo de la universidad un espacio proclive a la desigualdad entre los sexos (Buquet, 2016).
En otras investigaciones, el género comúnmente se asoció a las mujeres; el enfoque interseccional (Crenshaw, 1995) fue escasamente usado, de manera que únicamente el sexo fue considerado como un causante de desigualdad en las universidades, dejando de lado otros factores articulados al género como etnicidad, edad, identidades u orientaciones sexuales diversas, etcétera. Este hallazgo dejó entrever que, en la literatura relativamente actual, no se incorporan del todo paradigmas contemporáneos, y que el género es concebido además desde una postura dicotómica-biologicista.
En otra línea de estudios, el género también posee un matiz ético–político, al que la corriente feminista alude para denunciar las vulneraciones a las que suelen estar expuestas las mujeres en diferentes áreas de la universidad y para, de alguna manera, exigir a sus autoridades tomar medidas que atiendan las situaciones de violencia, discriminación y desigualdad por razones de género que allí se presentan (Torlucci et al., 2019; Cerva, 2020; Martin, 2021). En este orden de ideas el tema, según su nivel de recurrencia en la literatura chequeada y priorizada, desembocó en cuatro vertientes que serán expuestas sin ningún orden jerárquico: 1) percepciones, creencias y prejuicios de género; 2) igualdad/desigualdad de género; 3) acoso y violencia por razón de género en la universidad y 4) planes de igualdad y/o políticas de género universitarias.
Varios estudios coincidieron en que las principales expresiones y detonantes de las desigualdades a las que reiterativamente se ven expuestas las mujeres en la academia, pues su origen se remite a las construcciones socio–culturales que tiene una comunidad sobre el género, son las que finalmente determinan los estereotipos y roles que se les asignan a hombres y mujeres. Investigadoras como Ballarin (2015), Buquet (2016), Mingo (2016), Pessina (2018) e Ibarra (2021) concurren en la idea de que en la universidad se reproduce un orden de género que produce sistemáticamente relaciones de subordinación y jerarquía entre los sexos, basadas en imaginarios compartidos de la “naturalidad” de las diferencias. En las universidades también subyacen códigos de género (Ballarín, 2015) que perpetúan relaciones de poder ancladas en una cultura androcéntrica que mantiene los privilegios para los hombres, y que hacen de la universidad un espacio al que cada vez acuden más mujeres pero que es el menos habitado por ellas.
Es oportuno mencionar que los prejuicios, las creencias y percepciones que existen sobre el género en la universidad no dependen exclusivamente de la estructura y cultura específica de la institución, dependen también de su interacción con elementos del orden cultural presente en la sociedad (Buquet, 2016). La universidad como reflejo de esta, también acoge e imita sus regímenes de género, haciendo que en sus dinámicas institucionales se manifieste un orden de género que está claramente influenciado por la coyuntura del momento y los imaginarios colectivos que existan al respecto.
El orden de género en las universidades constantemente favorece a los hombres que allí se desenvuelven, ya sea como estudiantes, docentes o empleados. Un ejemplo de ello es la creencia de que la vocación profesional se conecta con los roles y estereotipos de género; así, las mujeres estarían “predispuestas culturalmente” a elegir carreras de las humanidades, la educación o la salud, carreras asociadas al cuidado de los otros, mientras que las elecciones de los hombres se concentrarían en profesiones de las ciencias “duras”, de las ingenierías, entre otras, de las que se cree que se requieren capacidades intelectuales diferenciadas entre hombres y mujeres. Igualmente, la ciencia, eje central de la academia, se ha configurado desde una perspectiva androcéntrica, una ideología patriarcal y prácticas sexistas (Mingo, 2016; Palomar, 2017; Pessina, 2018; Ramazzini, 2019) que provocan una suerte de invisibilidad a los aportes de las mujeres al mundo de la ciencia y donde la experiencia femenina acostumbra a ignorarse; situando a los hombres en el centro y a sus experiencias como mediadoras de la acción social (Díaz, 2016).
En el ámbito universitario, el androcentrismo también se manifiesta en los contenidos de distintas materias y currículos académicos que finalmente encauzan los saberes de quienes son los futuros profesionales. Por su parte, el sexismo se llega a percibir en el trato, la relación y las expresiones de las personas que conforman la universidad (Pessina, 2018; Ramazzini, 2019; Ibarra, 2021), ya que al ser una “ideología” (no siempre evidente o explícita) que jerarquiza a los hombres y a las mujeres, ocasiona que todo lo asociado a lo masculino tenga mayor valoración en ese espacio educativo (Díaz, 2016).
Con esto, las principales afectadas suelen ser las mujeres estudiantes, docentes e investigadoras y empleadas, para quienes la discriminación y las desventajas (López , 2016) se explicitan en problemáticas concretas como la “segregación vertical u horizontal” expresada en los “techos de cristal”, los “pisos pegajosos” y “la pared de la maternidad” (Pessina, 2018; Ortiz , 2018; Domínguez , 2018; Ramazzini, 2019; Hernández , 2020; Gómez, 2020; Escobar, 2022; Benavides , 2023), entre otras analogías que ratifican las dificultades que afrontan las mujeres vinculadas a la universidad para seguir escalando en sus carreras académicas, laborales y/o de investigación.
Al respecto, la “segregación vertical” es entendida como la escasez o total ausencia de mujeres en cargos directivos de la universidad y su dificultad para ascender a mejores posiciones jerárquicas en la ciencia y en la academia (MEN, 2018). La “segregación horizontal” (Buquet et al., 2010; Palomar, 2016) se asume como la discriminación derivada de las percepciones, creencias, prejuicios, estereotipos de género y la división sexual del trabajo que ocasiona que las mujeres se concentren más en carreras vistas como tradicionalmente femeninas y tengan poco acceso o permanencia en carreras STEM (science, technology, engineering and mathematics) (Pessina, 2018; Ramazzini, 2019; Benavides et al., 2023).
Ampliándolo a la población de mujeres empleadas (administrativas o de servicios) de la universidad, la “segregación horizontal” se podría evidenciar en su alta ocupación de puestos medios o bajos en la estructura organizacional, cargos estereotipadamente femeninos como las secretarías, los servicios generales de aseo o alimentación, asistentes, etcétera, es decir labores universitarias asociadas al apoyo a procesos y personas, y donde básicamente no ejercen una posición de liderazgo y/o dirección. Para el caso de las docentes, la “segregación horizontal” podría notarse en la baja probabilidad de ocupar rectorías (Escobar, 2022), ascender a mejores escalafones profesorales, liderar pocos grupos de investigación o usualmente quedarse en rangos básicos de enseñanza y consejería estudiantil, aminorando su posibilidad de ser catedráticas.
En lo que respecta a los conceptos de “techos de cristal”, “pared de la maternidad” y “pisos pegajosos”, son metáforas y a su vez tipos de “segregación vertical” y “segregación horizontal”. La imagen de un “techo de cristal” representa el límite invisible o el “tope” instalado en las estructuras de poder que, por medio de sesgos y prejuicios, limitan el ascenso o desarrollo laboral y/o personal de las mujeres en cualquier ámbito (Williams, 2004; Ortiz et al., 2018; Gómez, 2020).
Desde una perspectiva de desarrollo humano, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) (Hall et al., 2020) considera que el “techo de cristal” vulnera los derechos humanos de las mujeres y les impide beneficiarse, al igual que los hombres, del desarrollo político, económico, social y cultural. Lo mismo sucede con “los pisos pegajosos” (Benavides et al., 2023), analogía que representa la retención padecida por las mujeres en determinados puestos de trabajo, bloqueándoles sus aspiraciones profesionales y expectativas de desarrollo, disminuyéndoles la probabilidad de alcanzar niveles más altos al interior de la organización.
La “pared de la maternidad” o maternal wall, concepto citado en algunos de los artículos y tratado originalmente por Williams (2004), se entiende como una serie de creencias y estereotipos hacia las mujeres académicas que se desencadenan cuando quedan embarazadas o buscan una licencia de maternidad. Dichas creencias hacen que las madres que laboran sean percibidas como menos comprometidas y competentes en sus trabajos, en comparación con los hombres que son padres y con las mujeres que no son madres. Según la autora, el sesgo del muro materno potencializa ciertos actos de discriminación, pues aquellas que no son madres pueden ser vistas como menos femeninas, menos orientadas a la familia, menos acogedoras, menos cálidas, más egoístas y difíciles de tratar.
Las percepciones, creencias y prejuicios sobre el género que representan las anteriores metáforas también acentúan las brechas salariales y dificultades de las mujeres académicas para alcanzar el éxito en ciertas áreas del conocimiento (Buquet, 2016; Pessina, 2018; Valle et al., 2021). En este escenario general, la universidad es catalogada como un ambiente sexista, falocéntrico y androcéntrico (Buquet, 2016; Palomar, 2018; Pessina, 2018; Ramazzini, 2019; Hernández et al., 2020; Ibarra, 2021; Benavides et al., 2023), en el que se dan relaciones asimétricas entre hombres y mujeres pero donde en muchas ocasiones, bajo el espectro de la neutralidad y objetividad académica y científica, se valora más el trabajo y aportes de los hombres. Sirva de ejemplo la investigación realizada por Mingo y Moreno (2017) quienes constataron que en un grupo de estudiantes universitarios de México se halló la creencia de una esencia masculina y femenina que predetermina los logros educativos de mujeres y hombres diferencialmente. Para ellas el éxito educativo obedece a su compromiso y dedicación, pero no a su inteligencia, mientras que para ellos todo logro obtenido es gracias a sus cualidades intelectuales y no a su empeño. En otros casos, barreras de índole familiar, social, junto a la presencia de redes informales de poder en la universidad, desencadenan actos de discriminación directa proveniente de sus pares y superiores, aumentando la desigualdad para la población académica femenina (Gallego et al., 2021).
Hay otras universidades donde el alumnado percibe que sus docentes no se preocupan o no valoran las cuestiones relacionadas con la igualdad de género (López et al., 2016), y otras donde es la población estudiantil femenina la que demuestra bajo interés y pocas actitudes hacia la igualdad (Barrios, 2021). Por tal razón, las intervenciones de la universidad para corregir las brechas en su interior pueden ser criticadas, en la medida en que no dan una solución de base al problema, quedándose en acciones superficiales que no impactan ni la cultura ni la estructura universitaria. En otros casos hay un escepticismo institucional que no le da relevancia a un problema de fondo en las universidades y que requiere medidas de intervención para solucionarlo (Ortiz et al., 2018).
En continuidad con el punto anterior, los documentos revisados señalan que las desigualdades de género están incorporadas en la cultura, la estructura y la dinámica universitaria. Para no caer en la reiteración, en este apartado se priorizarán los conceptos, marcos teóricos y metodologías más acogidos por los grupos de investigación para acercarse a esta problemática en las universidades Los intereses de investigación más frecuentes en la literatura explorada fueron: a) la descripción, evaluación o comprensión de la desigualdad de género en la investigación científica y en la vida cotidiana de la universidad que potencialmente limitan el desarrollo pleno de mujeres y hombres (Fernández et al., 2015; Quintero, 2016; Valle et al., 2021); b) la exploración de las percepciones del personal docente e investigador sobre las brechas de género que impiden su promoción profesional (Gallego et al., 2021); c) la incorporación de mujeres en cargos directivos de la universidad (Escobar, 2022); d) la manifestación del género, la diversidad sexual y la igualdad en las guías docentes de la universidad pública y su relación con las prácticas para la igualdad en el ejercicio profesional de las personas egresadas (Aguilar, 2015); e) el sexismo en la universidad, asociado al orden de género invisibilizado pero imperante en su cultura y estructura, que naturaliza las diferencias, privilegios y jerarquías entre ambos sexos (Mingo et al., 2017; Hernández et al., 2020); f) por último se analizó, desde un enfoque comparativo de políticas públicas, el progreso de la igualdad sustantiva en el contexto universitario (Ortiz et al., 2018).
En cuanto a la metodología de los artículos, el mayor porcentaje usó el método cualitativo y en menor proporción acudieron a las metodologías cuantitativa y mixta, como lo muestra la gráfica 1.
El diseño de investigación que primó en el conglomerado de los artículos fue el etnográfico, seguido del diseño narrativo o historias de vida, y solo uno acogió el diseño investigación–acción. Acorde a esto, las técnicas explicitadas y más utilizadas fueron: las entrevistas (estructuradas y semiestructuradas), los grupos focales o de discusión, los cuestionarios o encuestas, la revisión documental de base de datos, literatura especializada, seguimiento de prensa, documentos normativos vigentes como resoluciones, leyes orgánicas, planes de igualdad o políticas de género universitarias (PGU) y páginas web oficiales de las universidades. Una investigación utilizó la cartografía social para analizar las relaciones y prácticas de género del estudiantado universitario. En algunos estudios se utilizaron varias técnicas, otras priorizaron solo una, acorde a los objetivos planeados. Para más detalle observar el cuadro 1.
En cuanto a la población de estudio, el 40 % de las investigaciones consideró exclusivamente a mujeres académicas, docentes e investigadoras, seguido de un 38 % que se concentró en el profesorado y el estudiantado. Los estudios cuyos informantes fueron únicamente estudiantes suman el 12 %. El porcentaje restante (10 %) se subdividió entre el personal académico y administrativo, directivas universitarias, responsables de la unidad de igualdad y estudiantes de colectivos feministas universitarios. A excepción del primer grupo mencionado, las demás investigaciones tuvieron presentes a hombres y mujeres, sin embargo, varias tienen datos en los que la población femenina pareció participar más.
En términos teóricos, las perspectivas más acogidas en la literatura revisada provienen de la sociología, la antropología y la psicología. La desigualdad de género en las universidades se abordó desde las teorías de género derivadas de dichas vertientes, aportando conceptos mencionados en párrafos previos que ayudan a explicar por qué las universidades son usualmente espacios masculinizados, especialmente las carreras STEM. En la investigación de López, Viana y Sánchez (2016) aprovecharon los conceptos sobre actitudes, valores, conductas y presión social de la teoría de la Acción Razonada de Fishbein y Ajzen (1975) para estudiar holísticamente las percepciones y el comportamiento concreto de individuos y grupos de la universidad, hacia la igualdad de género y la prevención de violencias de género. La teoría usada también les avaló el proponer estrategias de intervención para logar cambios a nivel grupal y personal al respecto.
A juicio de Mingo y Moreno (2017) los “techos de cristal” y las distintas formas de discriminación que afrontan las mujeres universitarias están relacionados con la “performatividad de género” (Butler, 2008; Lamas, 2013); mecanismo que naturaliza las relaciones de género e invisibiliza o encubre los mecanismos de poder a través de los cuales se codifican la supremacía y la subordinación. Las universidades no son ajenas a ello, y su cultura de género podría estar disimulando su verdadero carácter sexista y discriminatorio en medio de valores y prácticas aparentemente objetivas, democráticas e igualitarias.
Retomando la noción de orden de género, Buquet (2016) propuso dividirlo en tres dimensiones también presentes en las universidades: 1) lo simbólico, 2) el imaginario colectivo y 3) las identidades de género. A manera de resumen, la primera dimensión es la más abstracta del orden cultural, en donde se encuentran los significados más imperceptibles que dan sentido al mundo, a las actitudes y comportamientos de los individuos y la sociedad.
En lo que al género se refiere, la ya mencionada subordinación femenina se fundamenta en el orden simbólico hegemónico de la sociedad, porque es allí donde se establecen las clasificaciones dicotómicas y binarias que usualmente oponen lo masculino y lo femenino en la organización social, situando lo masculino en el centro de la civilización y la razón, y lo femenino en lo irracional, lo marginal, en la otredad. En las universidades lo simbólico está presente en su cultura institucional, donde se anclan los significados de ser y deber ser de hombres y mujeres, esto determina las jerarquías y lugares a ocupar por cada quien en ese espacio educativo, también las discriminaciones y desigualdades derivadas de una construcción simbólica que en muchos casos continúa siendo patriarcal y misógina.
Por otro lado, la dimensión de imaginario colectivo se articula a los símbolos y sus significados, pero se concentra más en las prácticas sociales que lo fundan. Basándose en Bourdieu (2007), Buquet (2016) indicó que el imaginario colectivo está compuesto de códigos compartidos a través de los cuales la sociedad reproduce, sanciona o acepta las identidades de género. Asimismo, la sociedad dispone de mecanismos o dispositivos (como la universidad en este caso) para que hombres y mujeres encarnen los estereotipos masculinos y femeninos respectivamente. Su eficacia radica en el acoplamiento de distintos mecanismos que van desde el reforzamiento cotidiano de los estereotipos y roles de género por parte de los y las docentes en su interacción con el alumnado, hasta el uso de libros de texto específicos que refuerzan esas ideas y la propia estructura de la universidad.
El imaginario colectivo de la universidad se basa en la división sexual del trabajo, la marginación de las mujeres de los espacios de reconocimiento o poder, la valoración diferenciada por “sexo” de las disciplinas —que las cataloga como masculinas o femeninas— y en la organización jerárquica en cuyos altos cargos usualmente se ubican los hombres. El imaginario colectivo reproducido en las universidades proviene del exterior, incluso, según planteó Buquet (2016), se origina en el núcleo familiar, desde el cual se sostienen los estereotipos de género, los roles diferenciados y la división sexual del trabajo. Aunque pareciera que no tiene relación, los problemas de la desigual distribución del trabajo doméstico también se proyectan en la universidad, pues ahí existe el imaginario colectivo a favor de preservar la división de responsabilidades y tareas a partir del sexo.
La tercera y última dimensión formulada por Buquet (2016) son las identidades de género. Se trata de la construcción individual del género que realizan los sujetos a partir de la influencia del orden social, lo simbólico y el imaginario colectivo. Es el modelo seguido por cada quien para constituirse como un individuo masculino o femenino según lo deseable social e individualmente. En el mundo universitario las personas acuden a su identidad de género para postularse a labores o carreras que socialmente son consideradas femeninas o masculinas, garantizando de alguna manera que dicha elección no va en contraposición de lo socialmente esperado, reduciendo así cualquier afectación personal.
En décadas recientes la incorporación e incremento de mujeres en las universidades, y especialmente en carreras STEM, podría considerarse un acto revolucionario, en donde las identidades de género y prácticas sociales tensionan el orden de género imperante en las universidades. Eso hace parte del cambio social, porque van derribando los muros imaginarios construidos desde y sobre el género, sin embargo, aseguró Buquet (2016) que, aunque son avances importantes, son casos relativamente insuficientes para modificar el orden de género en instituciones como la universidad. Las mujeres transgresoras de algunos códigos del ordenamiento de género terminan conservando otras características propias del estereotipo femenino que tendrían consecuencias negativas en su trayectoria o desarrollo profesional.
Lo anterior da lugar a mujeres académicas que edifican su identidad de género mostrando actitudes débiles ante sus compañeros hombres; reconocen la jerarquía y autoridad masculina, y continúan asumiendo roles conyugales, maternales y domésticos que les acarrean renuncias profesionales. Las mujeres u hombres que decididamente se revelan ante el orden de género dominante y edifican diferencialmente su identidad de género se expondrán al escrutinio o escudriñamiento permanente; por eso es común que, en un intento de equilibrar el imaginario social con su identidad de género, estas personas se vean obligadas a reajustar componentes de su identidad para contrarrestar la percepción grupal de que son hombres que se han afeminado o mujeres que se han masculinizado, según corresponda.
Además del orden de género, la teoría de organizaciones “generizadas” de Acker (1990), Connell (1987) y Kanter (1977) también constituyó el marco teórico de varias investigaciones atendidas en el estado del arte. Para contextualizarlo a grosso modo, se citará a Acker (1990), una de sus principales exponentes. Para dicha autora, ninguna organización es neutral al género, ya que este se reproduce en las organizaciones a través de procesos adecuados a la distinción que en ellas se tiene de lo femenino y lo masculino. Las actividades y procesos laborales están permeados de imaginarios sobre el género que se proyectan o evidencian en la interacción humana, el lenguaje, los símbolos, imágenes, formas de conciencia, entre otros, los cuales representan y reproducen comportamientos que a su vez reforzarán las estructuras genéricas de la organización.
En organizaciones como la universidad, la naturaleza del género está parcialmente enmascarada al ocultar la naturaleza encarnada del trabajo. Trabajos abstractos y jerarquías, conceptos comunes en el pensamiento organizacional, asumen un desembarco y un trabajador universal. Este trabajador es en realidad un hombre; los cuerpos de los hombres, la sexualidad y las relaciones con la procreación y el trabajo remunerado se incluyen en la figura del trabajador. Las imágenes de los cuerpos de los hombres y la masculinidad impregnan los procesos organizacionales, marginando a las mujeres y contribuyendo al mantenimiento de la segregación de género en las organizaciones (Acker, 1990).
Esta teoría, junto a la noción de orden de género citadas por Quintero (2016), Mingo (2016), Buquet (2016), Mingo et al. (2017), Pessina (2018) e Ibarra (2021) aportaron la posibilidad de conocer y reconocer en las universidades los gender regimes o “regímenes de género” (Walby, 2009, citada por Escobar, 2022), visión construida sobre lo femenino y lo masculino que frecuentemente desenlaza en actos de discriminación, segregación vertical u horizontal, sexismo, naturalización y frivolización del mismo, en conclusión, en una desigualdad de género que tiende a afectar más a las mujeres que conforman la comunidad universitaria.
Para dar por concluido este apartado, una dinámica universitaria proclive al sexismo, la discriminación y la desigualdad potencialmente repercutirá de forma negativa en las cifras de estadía de mujeres en las universidades, e igualmente puede tornarlas en terrenos fértiles para la proliferación y legitimación de prácticas violentas por razón de género que menoscaban la salud mental y física de las mujeres, su bienestar, su calidad de vida y por supuesto sus trayectorias laborales y/o académicas.
En la literatura revisada, los resultados arrojaron que la violencia por razón de género es experimentada principalmente por mujeres y personas LGBTIQ+ (Lesbianas, Gays, Bisexuales, Transgénero, Intersexuales y Queer); sólo en una de las investigaciones (Garcés et al., 2020) se detectó que los estudiantes hombres han sufrido algún tipo de maltrato, principalmente en los grupos de trabajo con sus compañeros y en las aulas de clase, pero no se especificó si dicho maltrato tiene matices basados en violencia de género. En la gráfica 2 se aprecia la tendencia de los tipos de violencia basados en género identificados en las universidades estudiadas.
Por violencia de género (VG) se entiende el fenómeno estructural-sociocultural que funciona como mecanismo de control en relaciones de poder y dominación entre los sexos. Suele ejercerse desde un orden social patriarcal, heterocentrista y misógino que se expresa en discriminación y distintos tipos de violencia comúnmente dirigido a las mujeres y personas que se salen de los esquemas heteronormativos (Parga et al., 2018).
La VG se subdivide en tipologías, el primer tipo mayormente identificado en los estudios revisados fue el acoso y hostigamiento sexual, comprendido como una manifestación de VG que se configura desde la potencia sexual e intelectual (Martínez, 2019). Puede reconocerse en los actos de tocamiento sexual, las bromas con matices sexuales o insultos con mismo contenido en que mujeres u hombres son potencialmente víctimas o victimarios (Carmody et al., 2018). El segundo tipo de VG distinguido en las universidades fue la violencia simbólica y psicológica, sintetizada como la violencia que, por medio de códigos estereotipados, mensajes, símbolos, signos, valores, etcétera, reproduce la dominación, discriminación y desigualdad en las relaciones sociales que subordina a las mujeres en la sociedad (Domínguez et al., 2018; Huerta, 2020).
La violencia simbólica y psicológica tiende a ser la más invisible o amortiguada, ya que se ejerce desde lo simbólico, lo cognitivo, el lenguaje verbal o corporal, lo que hace que sea percibida como algo natural que no desentona con los cánones de la normalidad. La violencia moral es una variante de la violencia simbólica y psicológica, Segato (2013, citada por Parga et al., 2018) la definió como una agresión emocional, aunque no sea consciente ni deliberada. Se manifiesta en actitudes, gestos, miradas lascivas o tendientes a la ridiculización, la intimidación, la coacción moral, la sospecha, la condenación de la sexualidad y la degradación de las mujeres en distintas esferas, incluyendo su cuerpo y capacidad intelectual.
Los tipos de violencia especificados tienen mayor presencia en las universidades (Vásquez et al., 2018; Martínez, 2019; Garcés et al., 2020; Brito et al., 2020; Cazares et al., 2022) pero son los más soslayados porque tienen el sello de la “naturalización” y el aval social. Chapa y colegas (2022) sostuvieron que las manifestaciones de VG están encubiertas por una cultura institucional de género (CIG) que legitima y promueve la desigualdad de género por medio de actos sexistas y patriarcales que favorecen la impunidad. Así mismo, los actos de violencia pueden llegar a impedir el libre tránsito de las mujeres y personas LGBTIQ+ por algunos espacios del campus universitario, por temor a sufrir mayor vulneración.
La violencia simbólica, psicológica y moral está enmarcada en las relaciones de poder en la universidad. Los códigos asociados al orden de género están internalizados en los sujetos y es común usarlos como estrategias de interacción dentro de las aulas de clase; así, el sexismo y la misoginia se trivializan a través del humor, usado por profesores (usualmente hombres) inclusive como herramienta pedagógica en la relación docente–estudiante y en la dinámica normal de las clases (Vásquez et al., 2018).
En sus investigaciones, Martínez (2019) y Huerta (2020) encontraron que los estudiantes hombres lograban distinguir esas formas de VG que afectan a sus compañeras y a sus compañeros LGBTIQ+, pero no critican al o los victimarios, no intentan derribar el mandato de masculinidad porque no se perciben a sí mismos como parte del mecanismo patriarcal. Lo mismo sucede con algunas mujeres universitarias, quienes también se adhieren a ese mecanismo y a su vez se “patriarcalizan”; algunas pudieran llegar a cuestionar el comportamiento de sus profesores y compañeros, pero no intentarán eliminar su reproducción. Martínez lo definió como la “normalización de las pequeñas brutalidades” (2019: 123), es decir, la efectividad de los mensajes u acciones que alientan y perpetúan la enseñanza de la crueldad, requerida para la instauración del mandato de la masculinidad.
Las mujeres universitarias directamente afectadas por la VG tienen una alta tendencia a silenciarla (Garcés et al., 2020). Es una decisión con diferentes matices. En primer lugar, existe el miedo a confrontar a una figura de autoridad, ya sea un jefe, un director, un profesor, entre otros, ya que eso podría repercutir negativamente en su trayectoria académica, investigativa o laboral, según el caso. En segundo lugar, el temor hace que las personas afectadas por VG dentro de las universidades tiendan a restarle importancia, desarrollando una variedad de estrategias personales y relacionales para sortear los actos de acoso, hostigamiento sexual y violencia simbólica, moral o psicológica que puedan generarles molestia, sufrimiento o incomodidad (Martinez, 2019). El intentar obviarlas, ignorarlas o “dejarlas pasar” termina naturalizando dicha VG, invisibilizándola y haciéndola parecer una característica más de la cultura de la universidad.
Mingo y Moreno (2017), Martínez (2019) y Gamboa (2019) aseguraron en sus respectivas investigaciones que esa “cultura del silencio” frente a la VG en las universidades se debe a que existe una desconfianza hacia la institución para denunciar los casos, por lo que muchas tienden a desistir movidas por el letargo en los procesos o protocolos, la frustración por dilataciones en el mismo y por la acostumbrada impunidad de la que gozan los agresores. Develar actos de VG en las universidades pareciera ser inaceptable, porque bajo la sombrilla de lo “políticamente correcto” que cobija a las universidades, delatar a los jefes, directores o profesores es una forma de difamación y casi que una acción violenta contra las instituciones; por eso es común que las mujeres denunciantes sean revictimizadas, sufriendo el veto social y un aislamiento dentro de su entorno laboral, académico o investigativo.
Debido al orden de género imperante, tendiente a otorgar a los hombres mayores privilegios, en las universidades se acostumbra a silenciar, encubrir, dilatar, desalentar o pasar inadvertidas las denuncias sobre VG porque esta no se asume como una problemática exacerbada ni colectiva. Por el contrario, los actos de acoso o violencia sexista suelen atribuírse únicamente al individuo perpetrador, como si fuese un caso aislado, ocasional; un problema de “minorías” que se remite al contexto de lo íntimo, de lo privado, y que nada tiene que ver con la esfera pública ni con el ethos de la universidad.
En años recientes el movimiento feminista ha presionado para que la displicencia de las directivas universitarias transforme su postura y accionar respecto a la VG que se da al interior de los campus (Brito et al., 2020; Chapa et al., 2022). Particularmente en América Latina desde 2016, se vienen dando una serie de movilizaciones contra las violencias machistas dentro de las universidades, impulsadas por el feminismo académico y colectivos de mujeres (principalmente docentes y estudiantes) que buscan presionar a sus instituciones académicas para que ejecuten transformaciones estructurales para prevenir, investigar, sancionar, remediar y erradicar la VG en este contexto educativo.
Cerva (2020) dedujo que el movimiento feminista universitario es una forma de acción colectiva que ha logrado trascender los muros de la universidad, colocando la discusión en un nivel más público al ensamblarlo a movimientos feministas nacionales, como ha sido el caso de México, Argentina, Chile o Colombia solo por mencionar algunos, donde estos colectivos de mujeres despliegan repertorios de acción que combinan tácticas del feminismo de los setenta (grupos de autoayuda, acompañamiento a mujeres víctimas, etcétera), con estrategias novedosas como los “tendederos” de denuncia, el “escrache” físico o digital, la conmemoración de los feminicidios en actos públicos, entre otras tácticas que pretenden desestabilizar el tradicional status quo del orden de género y desigual en las universidades.
Los hallazgos en las investigaciones de Carmody et al. (2018), Gamboa (2019), Cerva (2020), Chapa et al. (2022) y Cazares et al. (2022) convergieron en reconocer que la implementación de protocolos resulta insuficiente para resolver la problemática, pues la presencia de un orden de género que favorece los pactos patriarcales en la cultura y clima organizacional les quita eficiencia y efectividad. Así mismo, dichos protocolos pueden servirles a las universidades únicamente como “etiquetas” o símbolos de moralidad y responsabilidad social, pero no subsana las afectaciones de las víctimas y no genera profundos cambios en la cultura institucional de género patriarcal universitaria.
No obstante, varios de los colectivos feministas académicos y un buen número de personas de diferentes estamentos universitarios creen que aunque no resuelvan la raíz del problema de VG y desigualdad de género en la universidad, los protocolos y las PGU deben planificarse e implementarse para contrarrestar en algo sus efectos. En varias universidades la comunidad universitaria señala que una acción para visibilizar dichas violencias sexistas es capacitar y asesorar a las personas sobre la problemática, igualmente brindar contención, apoyo y resolución a las víctimas. Esto nos lleva a la última vertiente investigativa en la que el tema de género y universidad se subdividió, y tiene que ver con la forma en la que las universidades han “tomado cartas en el asunto” de disminuirla o erradicarla en su interior.
La literatura repasada coincide en que los planes de igualdad (PI) o políticas de género universitarias (PGU) son el instrumento principal por medio del cual se articulan las políticas de igualdad de género nacionales a la universidad. Estas han sido demandadas e impulsadas principalmente por el activismo académico y estudiantil feminista, quienes buscan poner en el centro de la discusión política de la universidad una problemática que aparentemente les resultaba ajena (Torlucci et al., 2019; Varela, 2020; Vásquez et al., 2021; Arce, 2022).
Articulado a las propuestas internacionales de la ONU y sus países aliados de disminuir las brechas de género en el mundo, algunas universidades experimentan actualmente un proceso de politización en torno a dichas expectativas. Empleando las palabras de Arce, las PGU se ha desarrollado “en forma de cascada” (2020: 205): empiezan con las políticas para la igualdad de género sugeridas por la agenda internacional, luego son adoptadas por los países simpatizantes a esa agenda y finalmente se implementan en la administración pública, de la cual son parte algunas universidades.
Las investigaciones revisadas que escogieron las PI o PGU como objeto de estudio se adentraron en cuatro tópicos: 1) la percepción de las personas sobre esas herramientas; 2) el impacto del movimiento feminista universitario en el desarrollo de dichas políticas o planes en el sistema universitario nacional; 3) el análisis de los mecanismos universitarios para atender la VG en su interior y 4) la evaluación de la efectividad de los PI o las PGU en la reducción de la desigualdad de género en la universidad.
Dentro de los principales hallazgos se encontró que los PI o PGU tienen distintos niveles de desarrollo según el país y el carácter de la universidad. Entre las universidades españolas, mexicanas, argentinas y colombianas hay una notoria diferencia (Gamboa, 2019; Torlucci et al., 2019; Varela, 2020; Arteaga et al., 2020; Arce, 2022; Blanco, 2023), debido a que en los tres últimos países el avance se ha dado principalmente en la creación de protocolos para atender la VG; este es un tema de importancia para aminorar la discriminación y desigualdad a la que se ven expuestas las mujeres universitarias, pero resulta algo superficial si se le compara con la complejidad estratégica que requieren los PI o PGU.
Las PGU o PI existen en algunas universidades suramericanas y centroamericanas, pero su desarrollo es relativamente incipiente respecto a España, donde desde los noventas se impulsaron leyes orgánicas que exigen a las universidades la puesta en marcha de planes de igualdad y sancionando a quienes no los lleven a cabo (Blanco, 2023). Los ritmos de actuación y efectividad de los PI o PGU también son desiguales entre universidades españolas, pues Arteaga et al. (2020) y Pastor y coautoras (2020) aseguraron que allí son las universidades públicas las que más planean y ejecutan los PI. La disparidad entre esos planes o políticas tiene relación con los márgenes de maniobra que tienen las directivas universitarias para crearlos e implementarlos, ya que aunque existe una ley orgánica que dictamina parámetros generales, cada universidad posee un rango de libertad política que genera cierta heterogeneidad en la gestión interna y los alcances de los PI o PGU.
Además de la presión de los activismos feministas universitarios y la agenda internacional a favor de la igualdad y sus consecuentes avances legislativos, la voluntad política de las directivas universitarias es la base para la creación de PI o PGU. Algunos resultados apuntaron a que en varias universidades existe un bajo compromiso institucional frente a la desigualdad de género, y el presupuesto asignado para las PI o PGU es mínimo o insuficiente para atender o resolver de base la problemática (Pastor et al., 2016; Torlucci et al., 2019). La generalidad es que las universidades actúen presionadas para atender los casos de VG, activando su comisión de género o unidad de igualdad (si la tienen) y/o los protocolos de atención a las víctimas, pero es más un impulso reactivo que proactivo a un problema de mayor trasfondo (Varela, 2020).
La existencia de un PI o una PGU representa un gran paso para aquellas universidades que asumen el compromiso social de disminuir las brechas de género; de hecho, autoras como Alcañiz (2017) y Pastor et al. (2020) identificaron en sus investigaciones que su implementación representa beneficios y resultados positivos para la institución educativa, porque contribuyen a concientizar sobre la problemática incluyéndola en la agenda política y mediática de la universidad, sin embargo, también reconocieron que su creación y ejecución no remedia la segregación horizontal ni vertical, expresiones de la desigualdad de género en este ámbito educativo. Todo se debe a que ahí permanecen resistencias provenientes de la sociedad, que se expresan a través de las personas que conforman la comunidad universitaria. Las resistencias también se originan en el núcleo de poder universitario tradicionalmente masculinizado, impidiendo que haya mayor flexibilidad institucional para que la igualdad de género se legitime internamente (Pastor et al., 2020). Por lo anterior, es habitual encontrar que las discusiones y acciones respecto a la problemática se quedan en los colectivos feministas universitarios, los cuerpos académicos o de investigación, pero no trascienden al nivel institucional para ser atendidas desde los PI o las PGU (López et al., 2018), dando cabida a la percepción de que la igualdad de género en las universidades es un discurso que no va más allá, algo que concierne a una minoría de personas que reaccionan cuando ven vulnerados sus derechos.
Un último resultado identificado en los documentos procesados es que el personal encargado de los PI y los protocolos de atención de VG resulta insuficiente para encarar la carga de trabajo que estos implican (Pastor et al., 2020). Asimismo, las unidades de igualdad pueden estar conformadas por personas que no tienen experiencia o capacitación en temas de género, entorpeciendo la plena comprensión de la problemática y sus alternativas de solución. Lo mismo ocurre con el presupuesto, que puede escasear debido a la falta de voluntad política de las directivas o puede quedarse corto en el transcurso de las actividades adelantadas con las PGU, afectando potencialmente sus indicadores de gestión.
Finalmente, Pastor y colegas (2016; 2020) dedujeron que los PI de las universidades españolas son creados y ejecutados en las unidades de igualdad, pero están escasamente orientados a involucrar a la comunidad universitaria, remitiéndoles a ser solo quienes la reciben. Identificaron además que pocos PI de universidades españolas tienen un cronograma, elemento fundamental de su planeación, lo que puede afectar sus probabilidades de éxito. Por otro lado, llamaron la atención las nociones trabajadas por Espinosa y Bustelo (2019), quienes sugirieron siete criterios para evaluar las políticas para la igualdad de género y expusieron las perspectivas teóricas y metodologías más usadas para evaluar este tipo de herramientas.
El estado del arte permitió dilucidar las vertientes analíticas más comunes en las que se han enfocado los estudios sobre género y universidades en países hispanos punteros en la temática, como son España, México, Argentina y Colombia, donde se han incrementado las investigaciones de mujeres científicas enfocadas en retomar las discusiones alrededor de la desigualdad y violencias de género que se pueden presentar en los contextos universitarios. Esto es importante porque usualmente las universidades, tras el velo de la “objetividad científica”, la “democracia”, la “meritocracia”, etcétera, invisibilizan otras dinámicas institucionales, que claramente están atravesadas por el “género” y suelen desembocar en problemáticas que habitualmente afectan a las mujeres.
Se resalta a esta población porque se encontró que en los estudios revisados no suele acudirse al paradigma de la interseccionalidad, ante lo cual se infiere que la categoría del género aún se piensa desde un punto de vista dicotómico–biologicista, que no parece entrecruzarse con otras variables como lo étnico-racial, la clase, la diversidad sexual, entre otras, para comprender la desigualdad de género en su complejidad. Esta es una carencia que puede corregirse en futuras investigaciones en este campo de conocimiento. Igualmente, en términos metodológicos, el método “mixto” es una potencialidad susceptible de exploración.
La visión global del género en las universidades hispanas permitió ratificar su utilidad como categoría analítica para promover un análisis ético–político alrededor de la desigualdad de género que allí continúa vigente. En los estudios se develó que algunas universidades permanecen como escenarios androcéntricos, sexistas, misóginos que tienden a dificultar el tránsito de las mujeres en la universidad, convirtiéndose en un escenario potencialmente hostil, violento y desigual para ellas. Aunque la desigualdad y violencia en razón de género no son un problema exclusivo de las universidades hispanas, porque se articula a lo que sucede en la sociedad general con respecto a los patrones de masculinidad hegemónicos y al orden de género imperante, si son una problemática que exige “tomar cartas” en el asunto por parte de las directivas universitarias por dos razones importantes.
La primera, la desigualdad de género está en el centro de las discusiones políticas de varios países en la actualidad, debido al proyecto internacional enfocado en alcanzar los ODS y, sobre todo, a la presión de movimientos feministas contemporáneos interesados en que las mujeres puedan vivir en entornos libres de discriminación y violencia, y a que les sean respetados otros derechos fundamentales que continúan siendo vulnerados pese a sus luchas históricas.
La segunda, pero no menos importante, la universidad como agente de cambio y desarrollo tiene la responsabilidad social de no ignorar un problema que trasciende las puertas de sus campus, para que las mujeres universitarias sientan que en ese espacio están seguras, protegidas, y que pueden prosperar en todos los ámbitos en condiciones igualitarias a las de sus compañeros.
*María-del-Pilar Blanco
Colombiana. Doctora en Diseño, gestión y evaluación de políticas públicas de bienestar social, Universitat Jaume I, España. Profesora Asistente, Universidad del Valle, Colombia. Temas de investigación: género y educación superior, políticas de género para la igualdad, identidad profesional. ORCID: https://orcid.org/0000-0002-8329-7545. maria.blanco@correounivalle.edu.co Regresar
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