Gubernamentalidad neoliberal soft: el caso de la educación superior pública en México

Isaura Castelao-Huerta*

        Recepción: 1/04/23.
     Aprobación: 20/10/23.
       Publicación: 1/02/24.

Resumen

El objetivo de este artículo es presentar, a partir de una revisión de literatura publicada principalmente entre 1994 y 2018, cómo se ha puesto en marcha la neoliberalización de la educación superior pública en México de una manera soft. Este proceso de neoliberalización, iniciado en 1982, incluye que la cobertura se haya dejado de lado al haber colocado el énfasis en la calidad de la educación, lo que ha provocado que proliferen universidades tecnológicas y privadas; que el financiamiento que reciben las instituciones no sea constante, lo que ha facilitado los procesos de estratificación/precarización del personal docente; y, que las constantes evaluaciones, vinculadas al financiamiento, se hayan convertido en un mecanismo de control estatal.

Palabras clave: universidades, financiamiento, neoliberalismo, pago por rendimiento, Latinoamérica, México.


Governamentalidade neoliberal soft: o caso da educação superior pública no México

Resumo

O objetivo deste artigo é apresentar, com base em uma revisão de literatura publicada principalmente entre 1994 e 2018, como a neoliberalização do ensino superior público no México tem sido implementada de forma soft. Esse processo de neoliberalização, iniciado em 1982, incluem: o fato de que a cobertura foi deixada de lado, colocando a ênfase na qualidade da educação, o que levou à proliferação de universidades tecnológicas e privadas; que o financiamento recebido pelas instituições não seja constante, o que tem facilitado os processos de estratificação/precarização do corpo docente; e que as avaliações constantes, vinculadas ao financiamento, tem se tornado um mecanismo de controle estatal.

Palavras chave: universidades, financiamento, neoliberalismo, pago por desempenho, América Latina, México.


Soft Neoliberal Governmentality: the Case of Public Higher Education in Mexico

Abstract

The objective of this article is to present, based on a review of literature published mainly between 1994 and 2018, how the neoliberalization of public higher education in Mexico has been implemented in a soft way. This process of neoliberalization, initiated in 1982, implied leaving aside coverage and placing emphasis on the quality of education, which has led to the proliferation of technological and private universities; it also implied that the funding granted to institutions is not constant, which has led to processes of stratification/precarization of the teaching staff; in addition, constant evaluations, linked to funding, have become a mechanism of state control on education.

Keywords: Universities, Financing, Neoliberalism, Pay for performance, Latin America, Mexico.


Introducción

El 21 de octubre de 2021, el presidente de México Andrés Manuel López Obrador afirmó, “hasta la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México) se volvió individualista, y defensora de estos proyectos neoliberales”.1 .La declaración del mandatario causó un gran revuelo en el país y varias personas la rechazaron.2 .Es importante recordar que la UNAM, y todas las instituciones de educación superior, no son entes abstractos con agencia propia, sino que se trata de organizaciones sociales compuestas por estamentos administrativos, académicos y estudiantiles, integrados a su vez por personas con intereses y prácticas individuales y sociales. ¿Tiene razón López Obrador?, ¿quienes integran la UNAM en particular, y la educación superior pública en general, son individualistas y defienden proyectos neoliberales?, ¿está neoliberalizada la educación superior pública en México?
          El objetivo de este artículo es presentar, a partir de una revisión de literatura publicada principalmente entre 1994 y 2018, cómo la educación superior pública (ESP) en México sí está neoliberalizada, pero de una manera que para fines prácticos y de diferenciación frente a otros contextos propongo denominarla como soft, lo que podría explicar el por qué se piensa que, al no haber atravesado procesos tan drásticos y dramáticos como en otros países de América Latina, Chile (Vejar, 2013) y Colombia (Castelao-Huerta, 2021a) por ejemplo, la ESP en México no es neoliberal. En este artículo, utilizo el término soft en inglés por dos motivos. El primero, para hacer un claro énfasis respecto a la injerencia que han tenido en México las recomendaciones/exigencias de organismos internacionales en la aplicación de políticas públicas en la educación superior. Es decir, lo que ocurre en el país es el resultado de una serie de medidas tomadas a partir de políticas intervencionistas foráneas entretejidas con los intereses sociales, económicos y políticos de los gobernantes en turno. Como destaca Gil Antón, en el país ha prevalecido una intención por cumplir con los indicadores

[…] que derivan de distintos modelos de universidad y vida académica generados en otras partes del mundo, sin que el país haya estado en condiciones de brindar las suficientes bases a los procesos sustantivos que son el contexto necesario para el desarrollo de los modelos […] se decide —por ejemplo en 1997— parecernos, lo más pronto posible, a las universidades norteamericanas (2002: 95, 100).

          Y el segundo motivo, como he mencionado, en comparación con otros países de la región, la aplicación de políticas neoliberales se ha dado de manera no tangible, puesto que no se han implementado reformas legislativas que claramente develen la aplicación de políticas neoliberales, pero con las “sutiles” acciones llevadas a cabo, se ha naturalizando la idea ampliamente difundida por Margaret Thatcher de que no hay alternativa (Ávila Sánchez y Casas Cárdenas, 2021), lo que ha conducido a su normalización. Así, ideológica y operativamente la neoliberalización es muy evidente, dando como resultado un neointervencionismo estatal con mando a distancia y una racionalidad en la que imperan la pretendida meritocracia, el individualismo, la competencia y la exclusión.
          Siguiendo a Harvey (2007), el neoliberalismo es una teoría tanto de prácticas políticas como económicas. Esta teoría sostiene que permitir el libre desarrollo de las capacidades y las libertades empresariales del individuo es el mejor camino para lograr el bienestar humano. Este libre desarrollo individual ocurre dentro de un marco institucional, que es generado y preservado por el Estado, el cual se caracteriza por derechos de propiedad privada fuertes, mercados libres y libertad de comercio. Más allá de ello, Brown (2015) subraya que el neoliberalismo se ha convertido en una racionalidad rectora que difunde los valores y las mediciones mercantiles en todas las esferas de la vida, incluida la enseñanza superior, en donde se han producido “nuevas formas de gubernamentalidad basadas en la competencia y la comparación” (Lipton, 2020: 81).
          En América Latina, las principales características de la neoliberalización de la ESP son la reducción al presupuesto de las instituciones y el establecimiento de sistemas de evaluación del desempeño académico (Castelao-Huerta, 2021b). Dos casos emblemáticos en la región son Chile y Colombia. En Chile, con la Ley General de Universidades de 1981, las universidades estatales se convirtieron en entidades que obtienen su financiamiento por parte de quienes solicitan sus servicios. Espinoza (2017) explica las cuatro medidas fundamentales en las que ha derivado esta legislación: a) el sector privado tiene la oportunidad de abrir nuevas instituciones; b) hay una reducción del gasto público en educación superior; c) se incorpora el criterio de autofinanciamiento y la eficiencia interna en las universidades estatales y las privadas tradicionales que recibían subsidios del Estado, con lo que se establecen los fondos concursables como única fuente para la investigación, así como el cobro de colegiaturas y de aranceles; y d) las dos universidades estatales nacionales fueron divididas en 14 universidades regionales. Vejar (2013) señala que el Estado chileno brinda a las universidades públicas únicamente un 15.5% de su presupuesto. Por su parte, en Colombia la Ley 30 de 1992, el Decreto 1279 de 2002 y la escasez de fondos para investigación han resultado perjudiciales para las universidades ya que éstas deben autogestionarse una parte de sus recursos; hay altos déficits presupuestarios; y, prevalece un sistema salarial que incentiva económicamente la productividad académica, pero a la par no existe una contrapartida de recursos gubernamentales para aumentar los presupuestos de las instituciones ni los fondos para investigación (Castelao-Huerta, 2021a). Ante este contexto regional en este artículo presento, a través de una revisión de literatura, que si bien la situación en México no parece tan dramática, sí hay una neoliberalización de las instituciones públicas de educación superior.
          La elaboración de esta revisión de literatura consistió en dos procesos. Primero, llevé a cabo la búsqueda, selección y organización de las fuentes de información. Y segundo, realicé un análisis hermenéutico del contenido de las fuentes. Al ser el objetivo de este artículo dar cuenta de cómo la ESP en México sí se encuentra neoliberalizada y cuáles han sido los perjuicios de ello, el término clave de la búsqueda de literatura fue “Neoliberalismo”, ya que, siguiendo a Brown (2015), este es el término utilizado por quienes estudian los efectos nocivos y problemáticos de dicha racionalidad. Así, llevé a cabo la búsqueda a partir de los términos “Neoliberalismo y México”, “Neoliberalismo y Universidad y México”, “Neoliberalismo y Educación Superior y México”, tanto en español como en inglés. Las bases de datos consultadas fueron Google Scholar y SciELO, así como los repositorios de la UNAM. Esta decisión metodológica implica una limitante del estudio: aquellas investigaciones que se enfocan en la ESP en México pero que no utilizan el concepto clave de “Neoliberalismo”, pueden haber quedado por fuera de la revisión. Ahora, durante el proceso de revisión de la literatura, que incluye principalmente artículos, pero también capítulos de libros, libros, informes, tesis y páginas de internet, se codificaron aquellos trabajos que dieran cuenta de cómo se ha dado la implementación de las políticas neoliberales y cuáles han sido algunas de sus consecuencias más detrimentales. Posteriormente, sistematicé las principales discusiones y los resultados de cada estudio. Esto me permitió incluir un total de 61 trabajos. Finalmente, establecí cuáles han sido las temáticas más recurrentes destacadas por las y los autores, mismas que se presentan a continuación. Antes de seguir, es imperativo enfatizar que esta revisión no pretende ser exhaustiva ni presentar absolutamente todos los trabajos que se han realizado acerca de la ESP en México: su propósito es mostrar un panorama general de algunas de las principales características de la neoliberalización que han sido resaltadas por investigaciones anteriores. En ese sentido, también es pertinente señalar que de acuerdo con la Subsecretaría de Educación Pública, las instituciones de educación superior en México se clasifican de la siguiente manera: universidades federales (UF), universidades estatales (UES), universidades estatales con apoyo solidario (UEAS), institutos tecnológicos (centros de investigación e institutos tecnológicos federales), institutos tecnológicos descentralizados, universidades tecnológicas (UT), universidades politécnicas (UPOL), Universidad Pedagógica Nacional, Universidad Abierta y a Distancia de México, universidades interculturales, centros públicos de investigación, escuelas normales públicas y otras instituciones públicas (para más información, consultar Mendoza Rojas, 2018; 2022; Rubio Oca, 2006). Así, hay una amplia gama de instituciones con características particulares, aunque la literatura anterior se ha enfocado principalmente en las universidades federales y en las estatales, por lo que me refiero a educación superior pública, en lugar de instituciones de educación superior.
          Para la presentación de los hallazgos, he organizado el artículo de la siguiente manera. Primero, trazo un recorrido sintético acerca de cómo ha sido el proceso de la aplicación de políticas neoliberales desde 1982 hasta 2012 (este corte temporal obedece a que la mayoría de las fuentes que integran este trabajo llegan hasta ese año). Posteriormente, expongo cómo el énfasis en la calidad de la educación ha permitido que la cobertura sea dejada de lado, lo que ha suscitado que proliferen universidades tecnológicas y privadas. Tercero, señalo que la principal característica del financiamiento a las instituciones ha sido su inconsistencia, lo que tiene entre sus repercusiones una estratificación/precarización del personal docente. Vinculado con el financiamiento, en el cuarto apartado destaco cómo las constantes evaluaciones se han convertido en un mecanismo de control estatal. Cierro este artículo con algunas reflexiones finales.

El proceso de neoliberalización de la educación superior pública en México

Para iniciar, es necesario mencionar que previo a la aplicación de políticas neoliberales, en el país ya existían carencias y problemas importantes en diversos ámbitos, incluida la educación. Lo que ocurre con la neoliberalización es que esas cuestiones en lugar de mejorarse, se agravan debido a “un cambio en la lógica de fondo de cuestiones tan importantes como el papel del Estado en la economía, el juego del mercado en la coordinación del desarrollo y el sentido del gasto social” (Gil Antón, 2002: 112).
          Ahora bien, los orígenes de la implementación de políticas neoliberales en México se remontan a los inicios del gobierno del presidente Miguel de la Madrid (1982-1988). El Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM) exigieron al país una serie de compromisos para liberar los recursos de los préstamos que se necesitaban tras el estallido de la crisis de la deuda externa (Aboites, 2011; Guerrero Solís, 2020; Guevara y Navarro, 2020). Los objetivos principales de estas medidas eran corregir las finanzas públicas y estabilizar los precios a través de las restricciones presupuestales. Así, recomendaron que se redujera el gasto público y que hubiera una apertura hacia el comercio y la inversión extranjeras (Castellanos Quintero y Luna Escudero, 2009; Guevara, 2002; Jiménez Nájera, 2013; Mercado Yebra et al., 2016). Ello se posibilitó gracias a que México ingresó al Acuerdo General de Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT, 1986), y posteriormente se afianzó con la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN, 1988). Además, empresas públicas fueron vendidas al sector privado y se eliminó la restricción de que personas extranjeras participaran en actividades económicas como la minería y la banca (Mercado Yebra et al., 2016).
          La aplicación de estas políticas se dio en el marco del Consenso de Washington que, entre otras cuestiones, propugnaba disciplina presupuestaria, lo que en el ámbito educativo implicó recortes en los recursos y que el gasto público se reorientara hacia la educación básica; con ello, disminuyeron los presupuestos de las universidades y los salarios del personal docente y administrativo (Guevara, 2013; Kent y de Vries, 1997; Marín Marín, 2001; Mercado Yebra et al., 2016). Así, entre 1980 y 1985, de acuerdo con González Ledesma, la tasa de crecimiento de la educación superior “descendió a 5.6% anual, y en la segunda mitad de la década a 2.1%” (2010: 114). En cuanto al gasto real destinado a la ESP, Guevara señala que “en 1988 era de 64% aproximadamente, con respecto al de 1982” (2002: 94). Es necesario señalar que esto provocó una desbandada de docentes que emigraron del país, o bien, buscaron trabajo en el sector privado; además, se debilitó la labor investigativa por falta de recursos, equipos y laboratorios (Fuentes Monterrubio, 1999).
          En su primer informe de gobierno, De la Madrid afirmó que el sistema educativo mexicano era defectuoso, ineficaz y falto de calidad educativa, lo que, de acuerdo con su visión, ponía en riesgo el porvenir de la nación (Díaz Barriga, 2009). Así, en el Programa Nacional de Educación, Recreación, Cultura y Deporte (1983-1988), se introdujo el concepto de calidad para la práctica educativa (Aguilar Torres, 2010; Mercado Yebra et al., 2016). Antes de continuar, es central tener presente que la calidad “es una cuestión ideológica, socialmente cambiante según los valores e intereses que subscriban las fuerzas sociales y educativas que la definan y propongan” (Escudero Muñoz, 2003: 29). Sumado a ello, “los parámetros de calidad en la educación superior han sido modificados quizá sin la suficiente reflexión en torno a las características del propio país y sus condiciones de posibilidad de cambio pautado y sólido” (Gil Antón, 2002: 101).
          Ahora bien, en 1984 la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior (ANUIES), en consenso con los rectores del país, estableció un primer documento público orientativo sobre la evaluación para la calidad, titulado “La Evaluación de la Educación Superior en México”. Díaz Barriga (2009) señala que este documento incluyó afirmaciones conceptuales sobre el ámbito de la evaluación, pero también serias contradicciones respecto al conjunto de sus indicadores cuantitativos. En ese mismo año, a través de un acuerdo presidencial, se instauró el Sistema Nacional de Investigadores (SNI),3 con el objetivo de fortalecer y estimular la eficiencia y la calidad de la investigación, a partir de otorgar incentivos económicos adicionales al salario de las personas que lograran integrarse al sistema (Díaz Barriga, 2009; Fuentes Monterrubio, 1999; Galaz Fontes et al., 2020; Gil Antón, 2002). Para 1986, en el Programa Integral de Desarrollo de la Educación Superior, el tema de la evaluación ya estaba explícitamente incorporado (Díaz Barriga, 2009).
          Será durante la administración del presidente Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) que se implemente claramente una política educativa neoliberal en la ESP a través del Programa para la Modernización Educativa (1989-1994). Este programa contempló la evaluación y la calidad como elementos centrales para la modernización, dejando de lado la cobertura (Díaz Barriga, 2009; Fuentes Monterrubio, 1999; Guerrero Solís, 2020; Sifuentes Ocegueda et al., 2016). Socialmente, se difundió la idea de que la universidad privada era eficiente y de alta calidad, en tanto la pública era lo opuesto (Navarro Leal y Contreras Ocegueda, 2013). Villa Vázquez y Juárez López (2010) enfatizan que el objetivo de esta nueva ideología era que las instituciones privadas cobraran relevancia social para que el Estado pudiera desvincularse del sector educativo. Igualmente, se introdujo el modelo de enseñanza por “competencias”, con lo que se modificaron los planes de estudio y los métodos pedagógicos para establecer una relación entre los recursos humanos que se estaban formando y el aparato productivo (Aguilar Torres, 2010; Silva Montes, 2011). El modelo por competencias plantea, de acuerdo con Aboites, que la formación consiste en habilitar al estudiantado “con un grado de destreza satisfactorio en un conjunto de habilidades e informaciones muy específicas, una especie de ‘píldoras’ desconectadas unas de otras que lo habilitan para desempeñarse en la vida y el trabajo (70-80 competencias para cada profesión se señala en el caso del Proyecto Tuning)” (2012: 379). Ello produce egresadas/os disciplinados pasivos que son operadores eficientes (Corzo et al., 2011), con lo que “la educación deja de ser el medio para la construcción de una ciudadanía crítica comprometida con lo social, en tanto se transforma en una escuela de formación en sujetos con competencias para la reproducción del modelo hegemónico” (Ávila Sánchez y Casas Cárdenas, 2021: 75).
          En esa época, el FMI recomendó expresamente pagos diferenciados según la productividad académica (estímulos al rendimiento que tienen distintos modos de operación en cada institución), en tanto el BM solicitó el establecimiento de agencias acreditadoras para evaluar los programas de estudio de las diversas profesiones, un centro único de evaluación de aspirantes y egresadas/os de la educación de niveles superiores, la creación o aumento en las colegiaturas, el fomento de la educación tecnológica, entre otras cuestiones (Aboites, 2011). Atendiendo a estas solicitudes, en 1989 se estableció la Comisión Nacional de Evaluación de la Educación Superior (CONAEVA), con la finalidad de diseñar un sistema de evaluación que contemplara la evaluación institucional (interna y externa), la evaluación del sistema y los subsistemas de la educación superior, y la evaluación interinstitucional de programas académicos y funciones de las instituciones (González Ledesma, 2010; Guerrero Solís, 2020; Ibarra Colado, 2002; Levy, 1998; Navarro Leal y Contreras Ocegueda, 2013). Con ello, destaca Marín Marín,

los problemas universitarios comenzaron a analizarse con conceptos tomados directamente del discurso empresarial tales como calidad total, reingeniería, valoración del desempeño, competitividad, estándares internacionales, planeación estratégica, análisis de costos, excelencia, rendimiento y productividad, entre otros. También en esa fecha comenzaron a introducirse en nuestras instituciones normas de trabajo académico que, a mediano plazo, anularán la intervención gestora de los sindicatos, pues promueven el desarrollo individual de los profesores e investigadores, estimulando la competencia entre ellos por la obtención de recursos cada vez más escasos (2001: 3-4).

          A principios de 1990, el International Council for Educational Development (ICED) entregó el informe A strategy to Improve the Quality of Mexican Education, una evaluación a las universidades públicas mexicanas realizada a petición de la Secretaría de Educación Pública (SEP). Paralelamente, la SEP y la ANUIES realizaron otra evaluación con la idea de conformar el sistema nacional de educación superior (Victorino Ramírez, 1994). Es así como en la educación superior se establecieron dispositivos para condicionar la entrega de recursos a propósitos medibles específicos, teniendo como base la evaluación de la eficiencia y el mérito de cada institución (Aboites, 2011).
          Durante el gobierno del presidente Ernesto Zedillo Ponce de León (1994-2000), con el Programa de Desarrollo Educativo (1995-2000) se buscó ampliar y consolidar el Sistema Nacional de Evaluación de la Educación Media Superior y Superior, con la idea de valorar el desempeño del personal académico, los programas y las instituciones (Aguilar Torres, 2010), ya que, siguiendo a Alcántara, “se consideraba que el logro de la calidad implicaba una carrera continua en la búsqueda del mejoramiento, que requería de un esfuerzo constante de evaluación, actualización e innovación” (2008: 155). En este periodo, solo uno de cada cinco jóvenes en edad de asistir a una institución de educación superior lo conseguía (Alcántara, 2008). En 1997, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) sugirió eliminar los obstáculos a la titulación en licenciatura, suprimiendo las tesis a cambio de un examen general de conocimientos. La ANUIES aceptó formalmente esta propuesta ese mismo año (Marín Marín, 2001). En el 2000, se fundó el Consejo para la Acreditación de la Educación Superior (COPAES), con lo que “la acreditación de programas y unidades académicas pasó completamente a manos de organismos privados, gracias a un acuerdo entre el gobierno federal, las autoridades educativas, la ANUIES y representantes del sector empresarial” (González Ledesma, 2010: 106).
          En el Programa Nacional de Educación (2001-2006), el presidente Vicente Fox Quesada (2000-2006) propuso ampliar la cobertura aplicando modalidades educativas como la educación a distancia, la educación abierta y promover carreras cortas (Zárate Grajales y Castillo Rodríguez, 2007). Además, durante su gobierno se dio un gran impulso a la enseñanza por competencias para que las y los profesionales resultaran funcionales para la producción y llevaran a cabo investigaciones temáticas “a pedido” (Aguilar Torres, 2010), satisfaciendo así las expectativas del capital, en lugar de orientarse a lo que la sociedad requiere para mejorar sus condiciones de vida. Así, se ha perpetuado el capitalismo académico (Navarro Leal y Contreras Ocegueda, 2013). En cuanto al financiamiento de las instituciones, Fox enfatizó que se debía recurrir a fondos internacionales de financiamiento y que las universidades debían buscar sus propias fuentes financieras, así como tener un mecanismo de rendición de cuentas de la aplicación de los recursos gubernamentales asignados (Zárate Grajales y Castillo Rodríguez, 2007). El Plan Nacional de Desarrollo 2007-2012 del presidente Felipe Calderón Hinojosa (2006-2012), siguió propugnando por mejorar la calidad e impulsar la competencia (Aguilar Torres, 2010).
          Así, pareciera que las políticas de la educación superior han operado sin cambios significativos en su contenido, inclusive con el cambio de partido político a nivel federal (Navarro Leal y Contreras Ocegueda, 2013), con lo que la ESP en México ha vivido un perjudicial proceso de neoliberalización soft, como desarrollo en seguida.


La insuficiente cobertura y la proliferación de instituciones tecnológicas y privadas

Durante la segunda mitad del siglo XX, el estudiantado de la educación superior se incrementó sustancialmente, pasando de un sistema de élite a un sistema para minorías, y luego a un sistema masivo. En 1960 la tasa bruta de cobertura era de 2.7% (Galaz Fontes et al., 2020). Para 1980, la matrícula había crecido más de 800% en relación con 1960, y las plazas de docentes habían aumentado más de 500% (Galaz Fontes et al., 2020),

de modo que la matrícula pasó de 58 042 alumnos en 1960 a 1 052 762 en 1982, es decir 45 215 nuevos alumnos por año en promedio (36 veces más que en el periodo anterior), con lo que los niveles de exclusión se reducen considerablemente (aunque insuficientemente), al pasar del 98% al 85% en veinte años, entre 1960-1980 (con una reducción de 13 puntos porcentuales), de ahí que se pueda hablar de una ‘masificación’ excluyente (Jiménez Nájera, 2013: 2).

          Sin embargo, cuando se ponen en marcha las políticas neoliberales, inicia la desaceleración del crecimiento de la ESP, con lo que a partir de 1983 el crecimiento anual promedio de la matrícula será únicamente del 7% (Jiménez Nájera, 2013). A principios de los años noventa, la matrícula, incluyendo el posgrado, alcanzaba poco más de 1.25 millones de estudiantes, lo que representa una cobertura de casi 14%. Para el año 2000, el total de la matrícula superó los dos millones de estudiantes, aumentando así la cobertura seis puntos porcentuales (20%) (Casanova Cardiel y López García, 2013). Una característica relevante de la evolución de la matrícula es la creciente incorporación de las mujeres en la educación superior: en 1970 fue de 15.5%, en 1980 de 29.8%, en 1990 de 40.3%, y en 2000 llegó a 51.03% (Couturier Bañuelos y Noriero Escalante, 2012).
          En el año 2012, la tasa bruta de cobertura alcanzó el 32.1% (Mendoza Rojas, 2015a: 8). No obstante, es importante subrayar que de acuerdo con Gil Antón (2011), la tasa de cobertura neta en el grupo de edad de 19 a 23 años es de un poco más del 20%. En ese sentido, Mendoza Rojas señala que

el valor de la tasa bruta siempre es mayor al de la tasa neta, por considerar en el numerador de la fórmula de cálculo al total de estudiantes del nivel, independientemente de su edad, mientras que la tasa neta solamente considera a los alumnos de la edad típica (2015a: 6).

          Este aumento porcentual en la tasa bruta de cobertura se debe a que se impulsó la descentralización de la educación superior (Mendoza Rojas, 2015a). De acuerdo con Mendoza Rojas (2022), en el ciclo 2018-2019 la tasa bruta de cobertura nacional llegó al 39.7%. No obstante, Aboites (2011) subraya que los gobiernos mexicanos han preferido establecer universidades tecnológicas, instituciones con carreras de técnico profesional de dos años para responder a las necesidades cambiantes de la industria, generando así una fuerza de trabajo ad hoc al sector productivo (Díaz-Barriga y Barrón, 2014; Padilla Arias y Anguiano Luna, 2018), en lugar de instaurar universidades públicas autónomas. Por ejemplo, durante el sexenio de Zedillo, de las 106 instituciones de educación superior que fueron creadas, 69 son institutos tecnológicos y 37 universidades tecnológicas (Guevara, 2002). Entre 2002 y 2010, mientras el nivel técnico superior creció en un 72%, la educación universitaria lo hizo en un 36% (Casanova Cardiel y López García, 2013). En tanto, durante la administración de Fox se crearon las universidades politécnicas y las universidades interculturales. En el sexenio de Calderón, de las 140 Instituciones de educación superior (IES) públicas establecidas, 43 son universidades tecnológicas, “34 universidades politécnicas, 23 institutos tecnológicos estatales, 22 institutos tecnológicos federales, 13 universidades públicas (estatales, federales o interculturales) y cinco centros regionales de formación docente e investigación educativa” (Mendoza Rojas, 2015a: 17).
          Ahora bien, el que la cobertura neta alcance aproximadamente un 20% (Aboites, 2011; Gil Antón, 2011; Guevara, 2013), significa que 800 jóvenes por cada mil habitantes de 19 a 23 años no tienen acceso a la educación superior (Jiménez Nájera, 2013). En el año 2020, instituciones como la UNAM y la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) solamente recibieron uno de cada diez aspirantes a ingresar a sus espacios educativos (Pedroza Flores y Reyes Fabela, 2022). Esta falta de lugar para atender a jóvenes que quieren seguirse formando ha resultado supremamente perjudicial, llevando a casos de suicidio por haber sido rechazados/as (Didriksson Takayanagui, 2003). En el país

solamente el 17% de personas entre 25 y 64 años logran estudios superiores, esto sitúa a México en los últimos lugares de los países pertenecientes a la OCDE, que en promedio se colocan en el 37%. Este panorama es aún más desalentador en el nivel posgrado, solamente 1% de ese rango de edad, tiene maestría, y menos del 1% tiene doctorado (Pedroza Flores y Reyes Fabela, 2022: 304).

          Esta exclusión de la ESP ha propiciado una creciente demanda estudiantil hacia las instituciones privadas, muchas de ellas con cuestionable calidad educativa (Couturier Bañuelos y Noriero Escalante, 2012; Kent Serna, 2005), y otras tantas que preservan los valores conservadores e identidades de las clases dominantes (Levy, 1998; Mercado Yebra et al., 2016), además de estar formando a quienes harán parte de los cuadros dirigentes del sistema dado que egresar de una buena universidad privada otorga estatus y capital social, lo que facilita la incorporación al mercado profesional (Fuentes Monterrubio, 1999). Es importante mencionar que, para la mayor parte de la población en México, las instituciones públicas son la única opción de acceder a la educación pues pagar una colegiatura, sobre todo en las instituciones que gozan de mayor reconocimiento y prestigio, es factible únicamente para quienes reciben ingresos que se encuentran en los deciles altos o medios (Ávila Sánchez y Casas Cárdenas, 2021).
          Ahora bien, en 1980 el sistema público en su conjunto concentraba 86.5% de la matrícula de licenciatura y el privado 13.5% (Couturier Bañuelos y Noriero Escalante, 2012). Entre 1981 y 2005, la matrícula en las instituciones de educación superior en el sector privado pasó de 118 999 estudiantes a 644 832, lo que representa un incremento acumulado del 441%. De esta manera, el universo estudiantil de las universidades privadas pasó del 15% en 1981, al 31.5% en 2003 (Castellanos Quintero y Luna Escudero, 2009; Rodríguez-Gómez y Casanova-Cardiel, 2005). Este crecimiento se da de manera desordenada, sin prácticamente ninguna limitación y con el estímulo estatal burocrático bajo la lógica privatizadora y librecomercista (González Ledesma, 2010; Jiménez Nájera, 2013). Así, de un crecimiento de 12 047 estudiantes al año en promedio entre 1970-1982, tuvo un incremento anual de 29 208 alumnos en el periodo 1983-2012. Esto contrasta con la ya mencionada desaceleración de la matrícula del sector público, que, en los mismos periodos, desciende su crecimiento anual de 52 994 a 46 996 estudiantes (Jiménez Nájera, 2013). Una de las consecuencias de esta proliferación de universidades privadas es que la planta académica del sector privado pasa del 17% al 40%, aumentando 31 veces su volumen (de 4 112 a 127 135 académicas/os), mientras que quienes trabajan en el sector público descienden del 83% al 60%, al aumentar solamente 9 veces su volumen (de 20 944 a 192 873 académicos), en el periodo 1982-2010 (Jiménez Nájera, 2013).
          Antes de continuar es relevante dejar claro que la privatización no se limitó a la creciente presencia de inversores particulares en el campo educativo superior (Sifuentes Ocegueda et al., 2016; Villa Vázquez y Juárez López, 2010), sino que hubo una progresiva asimilación de códigos y principios de lo privado en el ámbito público (Casanova Cardiel y López García, 2013; Guevara, 2002).

Un ejemplo es la Universidad de Guadalajara (UdeG), antaño combativa y socialista, que se ha orientado académicamente hacia la excelencia académica elitista y para la productividad, dejando de lado el concepto de educación popular. No sólo se ha reducido la matrícula con el argumento de mejorar la calidad educativa a la excelencia, también se cambiaron oficialmente los objetivos educativos con el Plan de Desarrollo Institucional 1995-2001 para vincularlos prioritariamente con el sector productivo y empresarial (López Guerra y Flores Chávez, 2006: 10).

          Aunada a esta desaceleración de la cobertura de la ESP y a su privatización ideológica, la llamada modernización de las universidades también se ha basado en dos instrumentos neoliberales: el financiamiento selectivo por institución y la evaluación basada en la eficiencia (Fuentes Monterrubio, 1999), lo que presento en los dos siguientes apartados.


Las vicisitudes en el financiamiento y la estratificación/precarización del personal docente

Como mencioné en la introducción de este artículo, en contraste con lo que ha ocurrido en otros países de América Latina en donde una de las principales características de la neoliberalización de la ESP ha sido su claro y abrumador desfinanciamiento, lo que ha pasado en México, de acuerdo con la mayoría de la literatura revisada, es que no ha habido consistencia en los recursos otorgados a las instituciones. Asimismo, hay que tener presente que el modelo de financiamiento a la ESP es complejo ya que varía según la naturaleza jurídica de las instituciones, puesto que “el subsidio regularizable anual para cada institución (empleado de manera semejante a lo que se conoce como irreductible)” de las UF, UES y UEAS se asigna “a partir del cálculo del costo de cada uno de los rubros que componen su presupuesto: costo de nóminas de personal autorizado, gastos de operación, e incremento para cubrir el aumento de costos asociados tanto a servicios personales como gastos de operación” (Mendoza Rojas, 2011: 17). En tanto, para las UT, UPOL y otras instituciones “el gobierno federal asigna un apoyo solidario convenido cada año con la institución y el gobierno del estado respectivo” (Mendoza Rojas, 2011: 17). De esta manera, dependiendo la clasificación de la institución, puede recibir financiamiento federal (a través de subsidios y transferencias ordinarias, subsidios ordinarios, subsidios extraordinarios, financiamiento ordinario, financiamiento extraordinario) y/o financiamiento estatal (subsidios ordinarios, subsidios extraordinarios, recursos ordinarios, financiamiento ordinario). Las instituciones federales reciben recursos de la Federación a través de transferencias directas, en tanto las instituciones descentralizadas de los estados son financiadas por la Federación y el gobierno estatal respectivo. De acuerdo con Mendoza Rojas, “no existe una sola fuente oficial que agrupe series históricas de financiamiento para las IES pertenecientes a los distintos subsistemas. Para obtenerlas hay que recurrir al acopio de datos provenientes de distintas fuentes, no todas ellas de acceso público” (2011: 89). Para profundizar en el complejo modelo de financiamiento de la ESP, ver Mendoza Rojas (2011, 2015b, 2022).
          Ahora bien, a inicio de los años setenta el gasto público en la educación representaba el 2.4% del Producto Interno Bruto (PIB). Para 1980, el porcentaje aumentó a 4.6%. No obstante, desde finales de la década de los noventa y hasta 2012, la proporción se mantuvo relativamente estable en 5% (Mercado Yebra et al., 2016). Para la primera mitad del sexenio de 2012-2018, el gasto federal en educación representó, en promedio, 4.2 por ciento del PIB (Mendoza Rojas, 2017). Respecto a la ESP en particular, en 1994 el subsidio otorgado como porcentaje del PIB era de 0.84%. Para el año 2000, solamente representó el 0.54% (Couturier Bañuelos y Noriero Escalante, 2012). Es importante notar que los recursos recibidos del total del subsidio federal disminuyeron “del 27%, en 1987, a 22.6% en 1994, y en el 2000 llegó a representar únicamente 14.9%” (Couturier Bañuelos y Noriero Escalante, 2012: 149). De 2015 a 2017, de acuerdo con Guerrero Solís (2020), el subsidio federal disminuyó un 11% en términos reales. En 2020 la tasa bruta de financiamiento era del 0.4% del PIB. Esto implica que,

la carencia de presupuestos multianuales suficientes que garanticen la continuidad de las políticas de formación e investigación superior en México, reflejan una problemática más profunda, que es la ausencia de una política de Estado hacia los centros de educación e investigación superior (Guevara y Navarro, 2020: 294).

          Ahora bien, desde hace más de 20 años Fuentes Monterrubio (1999) señaló que, con la política de reducción de los gastos de operación para las instituciones, el 95% de los recursos otorgados por el gobierno son para el pago de remuneraciones y el 5% para actividades académicas. Esto plantea la necesidad formal de que las instituciones generen sus propias fuentes de financiamiento, por ejemplo, a través de proyectos de consultoría, investigación por contrato, donativos, cobro de servicios, asesorías, cuotas relacionadas con actividades extracurriculares, y participación en licitaciones y concursos por fondos otorgados por diversos organismos nacionales e internacionales (Sánchez Saldaña, 2008; Zárate Grajales y Castillo Rodríguez, 2007). En 2017, los recursos federales representaron para la ESP estatal, en promedio, el 58% de los ingresos totales, mientras que los estatales representaron el 27%; y, los ingresos propios llegaron al 12% (Guerrero Solís, 2020). La mayoría de las instituciones aumentaron las tasas académicas y de colegiatura, aunque a una escala muy variable (inicialmente, entre 30 y 50 dólares por semestre) (Kent y de Vries, 1997), con lo que la mayoría de las y los estudiantes pagan una parte de sus estudios, o al menos cobros indirectos por servicios y materiales (Levy, 1998). Además, esta situación fomenta la competencia por la obtención de recursos escasos (fuentes de financiamiento, salarios, estímulos, becas, plazas académicas, etcétera) (Jiménez Nájera, 2008).
          Es así como desde la década de los años noventa se encuentra en operación un dispositivo de regulación gubernamental que se basa, de acuerdo con Ibarra Colado,

en la articulación de procedimientos de evaluación, programas de financiamiento extraordinario y exigencias específicas de cambio a las instituciones. Este dispositivo de ordenamiento institucional supone una modificación profunda de las relaciones entre el Estado y la universidad bajo los principios de la vigilancia a distancia y la autonomía regulada (2002: 83).

          Esto es lo que Acosta Silva (2002) denomina como un neointervencionismo estatal. Si bien el financiamiento solía otorgarse en función de la matrícula y de la planta docente, actualmente la entrega de recursos se basa en criterios que supuestamente permiten mejorar y elevar la calidad de la educación, con lo que el énfasis para el subsidio se encuentra en la evaluación de la eficiencia y del mérito, y en la verificación de los productos académicos (Fuentes Monterrubio, 1999; Ibarra Colado, 2002). Por lo general, los subsidios ordinarios otorgados anualmente se calculan teniendo en cuenta el presupuesto autorizado el año anterior, más una estimación de la inflación esperada para ese mismo año. A este subsidio federal se añade la subvención que las universidades reciben por parte del gobierno estatal, conforme a los acuerdos previamente establecidos. Aunado a ello, anualmente se otorgan subsidios extraordinarios para apoyar las inversiones en los programas de reforma y mejora de la calidad (Navarro Leal y Contreras Ocegueda, 2013; Recéndez Guerrero y Rodríguez Betanzos, 2012). Este tipo de subsidios se han convertido en una especie de financiamiento compensatorio cuando las instituciones se ajustan a las líneas de modernización establecidas por el gobierno federal, ya que su asignación se canaliza a través de fondos para programas específicos (Acosta Reveles, 2021; Fuentes Monterrubio, 1999; Kent y de Vries, 1997). Este dispositivo de regulación modifica la relación de las instituciones con el Estado al pasar del financiamiento público y la autonomía institucional (autogobierno), a la fiscalización estatal creciente (evaluación integral de la eficiencia con base a criterios impuestos por el Estado) y al rendimiento de cuentas ante el mismo Estado (productividad institucional) (Jiménez Nájera, 2008; Kent y de Vries, 1997). Con ello, “los presupuestos condicionados y etiquetados sirven como mecanismo que permite inducir las orientaciones y cambios deseados sin afectar la autonomía” (Fuentes Monterrubio, 1999: 195). Esta introducción de formas de financiamiento extraordinario, condicionadas a una serie de mecanismos de evaluación externa y de planeación estratégica, ella misma sujeta a diversas formas de evaluación, constituyeron un fuerte aliciente para su aceptación luego de la crisis económica que en los ochenta impactó negativamente los presupuestos de la educación superior, y a que desde antaño prevalecía el financiamiento basado en criterios políticos (Casanova Cardiel y López García, 2013). Es así como a partir de fondos extraordinarios y sujetos a concurso, “se intentó llegar a un modelo que, de acuerdo con el discurso oficial, se basaría en el desempeño de las instituciones y estaría sujeto a la evaluación externa de las mismas” (Casanova Cardiel y López García, 2013: 124).
          Esto implica que hay un sistema de financiamiento de la ESP basado en la evaluación del rendimiento y la obtención de indicadores, lo que obedece al modelo de universidad de investigación estadounidense promovido por las clasificaciones internacionales (Galaz Fontes et al., 2020). Con esta articulación financiamiento-evaluación, el Estado ha implementado criterios fiscalizadores para medir el desempeño de las instituciones, con lo que las universidades y las personas son situadas en función de sus logros específicos (Casanova Cardiel y López García, 2013; Ibarra Colado, 2002; Jiménez Nájera, 2008). Así, por medio de la evaluación se deciden tratamientos financieros diferenciales y selectivos (Fuentes Monterrubio, 1999). Esto produce un recrudecimiento de la estratificación institucional y académica, en la que determinadas instituciones y facultades se han asentado, en términos de recursos y prestigio, en la cúspide de la pirámide académica, recibiendo recursos diferenciados por estudiantes (Galaz Fontes et al., 2020). Mientras algunas universidades federales, como la UNAM y la UAM (que reciben y pactan sus presupuestos directamente con el gobierno federal), reciben entre 100 mil y 107 mil pesos de subsidio federal por estudiante, algunas estatales (cuyo vínculo pasa por la negociación con la Subsecretaría de Educación Superior, de la SEP), como la Benito Juárez de Oaxaca y la Autónoma de Guerrero, reciben entre 20 mil y 38 mil pesos (Aboites, 2012; Gil Antón, 2002; Guerrero Solís, 2020). De este modo, tres o cuatro universidades reciben el 50% del presupuesto, mientras que más de 30 se disputan el resto (Aboites, 1999; Sifuentes Ocegueda et al., 2016). Vinculado con ello, destaca Acosta Reveles,

la misma dinámica de gestión permanente y de concurso por suministros limitados, que marca la vida de las instituciones de educación superior, se replica internamente a través de sistemas jerárquicos y poco democráticos, que, a su vez, maniobran condicionando de recursos a los subordinados (2021: 140).

          Es así como en este panorama debe incluirse que la falta de consistencia en los recursos ha provocado una estratificación/precarización del personal docente (Aguilar Torres, 2010). Desde la década de los ochenta, los salarios reales están a la baja a causa de las políticas de ajuste estructural y contención inflacionaria que se mencionaron antes (Fuentes Monterrubio, 1999; Jiménez Nájera, 2008). En tanto, los salarios nominales están estancados por motivos como: el debilitamiento de los contratos colectivos (Acosta Reveles, 2021); la merma de poder de negociación de los sindicatos; y, por la introducción del sistema de incentivos a la productividad individual (Aboites, 2011; Kent y de Vries, 1997; Lora Cam y Recéndez, 2003). Estos sistemas de incentivos en realidad son ingresos variables que fluctúan dependiendo si se cumple o no con los estándares de rendimiento, es decir, con los parámetros establecidos en los sistemas de evaluación (Galaz Fontes et al., 2020). Esto ha provocado una deshomologación de los salarios académicos en México (Couturier Bañuelos y Noriero Escalante, 2012; Guerrero Solís, 2020; Gil Antón, 2002; 2012), lo que conduce a una atomización en donde cada docente debe resolver las situaciones por sí misma/o y adaptarse a los requerimientos de las políticas neoliberales (Fuentes Monterrubio, 1999; González Ledesma, 2010; Guevara, 2002; Jiménez Nájera, 2008; Ramos y Lechuga, 2015). Acosta Reveles (2021) enfatiza que una percepción reiterada de amenaza a su estatus, ingresos y estabilidad, desdibuja el compromiso del profesorado, y plantea en nuevos términos el ethos académico. Ello lleva a un desplazamiento de las actividades sustantivas de enseñar, saber, conocer, a competir, ganar, percibir (Ibarra Colado y Porter Galetar, 2007), con lo que hay una mayor preferencia académica por las actividades de investigación y una menor participación en la docencia (Galaz-Fontes y Gil-Antón, 2013).
          Otra problemática relevante vinculada al financiamiento es que mientras el profesorado senior evita jubilarse porque ello implicaría reducir sus ingresos (Acosta Reveles, 2021; Gil Antón, 2002), la nueva generación de académicas/os se encuentra en una situación de mucha vulnerabilidad y precarización ya que no hay plazas suficientes y prevalece la flexibilización en la contratación: “se trata de los docentes de asignatura, los profesores-investigadores asociados, y los contratados por horas, aquellos que se emplean por tiempo determinado o tarea precisa, por honorarios [prestación de servicios], por proyecto específico, los interinos o suplentes” (Acosta Reveles, 2021: 141). En términos de proporción, ha llegado a encontrarse que hay, aproximadamente, 76% de profesores por hora y eventuales, y 24% de tiempo completo (Ramos y Lechuga, 2015). En ese sentido, este sistema también produce una mayor estratificación y fragmentación en el profesorado, entre quienes dedican su tiempo mayormente a la docencia en pregrado, con lo que “son un grupo social no re-conocido ni en sus rasgos y trayectorias; ni teórica, normativa, ni empíricamente” (Buendía Espinosa et al., 2019: 16), y quienes pueden dedicarse a la investigación y a la docencia principalmente en posgrado. Por otra parte, otra modalidad de empleo académico que se asemeja a la terciarización, o subcontratación laboral, son los sistemas de asignación de catedráticos o profesores a las instituciones universitarias por conducto de organismos públicos de carácter científico o educativo: se trata de plazas para perfiles concursables, con remuneración por plazo fijo condicionada a resultados y sin vínculo jurídico–laboral en lo local ni en lo federal. En una posición todavía más precaria se encuentran quienes ingresan como ayudantes o becarios, que en muchas ocasiones no perciben un salario por sus actividades a cambio de ser “ingresados” en el oficio, lo que puede ocurrir durante años (Acosta Reveles, 2021). Todas estas personas experimentan inseguridad laboral, sobrecargas de trabajo, y no cuentan con derecho a la jubilación ni a los servicios de salud. Además, sus carreras oscilan truncadas por periodos intermitentes de desempleo (Jiménez Nájera, 2008; Ramos y Lechuga, 2015).
          Al mismo tiempo, esta falta de plazas y la lógica individualista ha derivado en una creciente rivalidad (Ávila Sánchez y Casas Cárdenas, 2021), con una marcada,

acentuación de la competencia interacadémica entre individuos y grupos por la obtención de recursos y reconocimientos escasos o por el control de espacios e instancias político-académicas y/o administrativas, la cual lleva a los académicos a una especie de ‘darwinismo social’ basado en la ‘elección racional’ —en el que sólo sobreviven o sobresalen aquellos que tienen una mayor capacidad de adaptación al entorno competitivo—, amplificándose el ‘individualismo académico’ y la atomización de las plantas académicas, al estimularse una verdadera contienda político-académica por la obtención de los bienes materiales y simbólicos propios de la profesión (Jiménez Nájera, 2008: 18).

          Además, muchas universidades carecen de un reglamento para el ingreso y la promoción del personal docente que sea meritocrático y que realmente opere (Gil Antón, 2012). Si bien el neoliberalismo propugna la productividad, la calidad y la eficiencia, en la práctica la profesión académica de numerosas universidades está regulada por el clientelismo. Con ello, muchas veces quienes logran el ingreso y la promoción académica son quienes están bien posicionados políticamente, y no quienes han acumulado credenciales académicas (Kent Serna, 2005).


Los interminables sistemas de evaluación y los procesos de exclusión

Bajo el paradigma de la gubernamentalidad neoliberal soft, la evaluación ha sido el dispositivo ideal para establecer prácticas de control y de disciplina sobre la actividad académica, bajo el supuesto de que permite describir y cuantificar la calidad (Aboites, 2011; Fuentes Monterrubio, 1999; Guerrero Solís, 2020; Ibarra Colado, 2002; Mercado Yebra et al., 2016; Silva Montes, 2011). Esta evaluación se plantea bajo códigos de pensamiento gerenciales como la eficiencia y la eficacia (Díaz Barriga, 2009). Con ello, la educación superior define sus actividades esenciales como insumos o productos, cuyo valor debe mostrarse a partir de la cuantificación y las medidas estandarizadas (Ávila Sánchez y Casas Cárdenas, 2021; Ibarra Colado, 2002), lo que contribuye a construir las relaciones sociales sobre la competencia. Acosta Reveles enfatiza que estos dispositivos disciplinarios

no son transparentes en cuanto a la verticalidad o coerción que conllevan. La interiorización personal y colegiada de narrativas permeadas de códigos de conducta deseables queda expresada a través de fórmulas propias del managment empresarial, que se trasladan a la gestión de lo público: visión, misión, diagramas de fortalezas y debilidades, planes de acción y de desarrollo con metas cuantificables para diferentes lapsos (2021: 135).

          Así, se han multiplicado los programas de evaluación con la intención de generar instrumentos que midan cuantitativamente las capacidades de las instituciones, lo que ha fortalecido el neointervencionismo del Estado (Casanova Cardiel y López García, 2013). A grandes rasgos, la evaluación ha tenido un carácter dual,

por un lado, se ha constituido como argumentación para la asignación de los presupuestos y para permitir un mayor control de las instituciones de educación superior; y por el otro se ha convertido en un elemento que, a falta de una política de Estado en educación superior, forma parte del armazón ideológico de los gobiernos afiliados al neoliberalismo (Casanova Cardiel y López García, 2013: 122).

          Hasta antes de 1989, únicamente existían dos mecanismos de evaluación: el Diagnóstico Nacional del Posgrado, y el SNI (Lora Cam y Recéndez, 2003). Con la puesta en marcha del Programa para la Modernización Educativa (1989-1994), se promovieron dos líneas prioritarias de evaluación: la primera, enfocada en el proceso de enseñanza-aprendizaje; y la segunda, centrada en evaluar la eficiencia y la calidad de las instituciones (Fuentes Monterrubio, 1999). Como mencioné antes, en sintonía con las negociaciones del TLCAN, en 1989 dicho programa permitió la creación de la Comisión Nacional de Evaluación de la Educación Superior (CONAEVA), cuya misión sería diseñar el Sistema de Evaluación de la Educación Superior a partir de tres lineamientos: a) evaluación institucional (autoevaluación); b) evaluación del sistema y los subsistema de la educación superior; y, c) evaluación interinstitucional de programas académicos y funciones de las instituciones (González Ledesma, 2010; Guerrero Solís, 2020; Kent y de Vries, 1997). En 1991 fueron establecidos los Comités Interinstitucionales de Evaluación de la Educación Superior (CIEES), con el objetivo de llevar a cabo una revisión externa de los programas académicos de grado superior (Kent y de Vries, 1997; Navarro Leal y Contreras Ocegueda, 2013). Asimismo, la evaluación como dispositivo de ordenamiento adquirió fuerza con programas como el Fondo para la Modernización de la Educación Superior (FOMES) y el Programa de Apoyo al Desarrollo Universitario (PROADU), que proporcionaron recursos escasos bajo concurso en función del desempeño (Fuentes Monterrubio, 1999; Ibarra Colado, 2002; Levy, 1998). Por su parte, el Programa Nacional de Posgrados de Calidad (PNPC) también fue usado para evaluar y certificar la calidad de programas educativos. Su concepción de la calidad estaba integrada por indicadores como el número de artículos publicados, el número de proyectos de investigación aprobados, el costo por estudiante, la eficiencia terminal por cohorte, el número de aspirantes por programa, el número de aceptados por programa, etcétera (Muñoz Domínguez y Hernández Martínez, 2017). Este tipo de evaluación se basa en una visión unívoca de la calidad a partir del supuesto de que los programas de posgrado, las instituciones de educación superior, las disciplinas y los campos profesionales son homogéneos, y que la calidad es un asunto de gestión y toma de decisiones planeadas con una visión estratégica en un plazo establecido de manera externa, y no en función de la naturaleza del contexto, el problema y las circunstancias particulares en cada programa, institución o región (López Jiménez, 2022; Navarro Leal y Contreras Ocegueda, 2013; Sánchez Saldaña, 2008). Así, se busca aplicar instrumentos estandarizados a una realidad heterogénea. Del mismo modo, la frenética actividad de evaluación pretende homogenizar las formas de organización entre las universidades públicas y las privadas en ámbitos como la eficiencia terminal, el nivel de empleo alcanzado por sus egresados, y la vinculación que mantienen con la industria y la sociedad (Ibarra Colado, 2002). Así, las instituciones públicas se enfrentan a procesos que implican evaluaciones exhaustivas por organismos externos que supervisan, controlan, incluyen, castigan y excluyen; pero, a la vez, premian y honran a quienes “cumplen” con los requisitos de evaluación, que muchas veces sólo responden a aspectos cuantitativos (Ávila Sánchez y Casas Cárdenas, 2021; Couturier Bañuelos y Noriero Escalante, 2012). De esta manera, prevalece una tensión entre los procesos de evaluación de corte académico y los de corte administrativo vinculados con la asignación presupuestaria (Díaz Barriga, 2009).
          Por su parte, el profesorado se enfrenta a constantes auditorías, supervisiones y regímenes de rendición pública de cuentas (accountability) (Ávila Sánchez y Casas Cárdenas, 2021; Lora Cam y Recéndez, 2003), como la evaluación externa por parte de pares académicos, así como la autoevaluación (Fuentes Monterrubio, 1999), a través de las cuales se establecen criterios mensurables de rendimiento, productividad y satisfacción, presumiblemente autónomos y neutrales. Además, esta evaluación individual sirve para asignar las primas de rendimiento (estímulos y recompensas monetarias) a las y los académicos (Ávila Sánchez y Casas Cárdenas, 2021; Mercado Yebra et al., 2016; Rodríguez Gómez, 2002), lo que deriva en la ya mencionada deshomologación salarial. Es así como los Programas de Estímulos al Desempeño y/o a la Productividad Académica, que tienen el propósito de fomentar la permanencia, la calidad y la dedicación del personal universitario, son utilizados como mecanismos de evaluación (Aboites, 2011; Fuentes Monterrubio, 1999). Asimismo, periódicamente el SNII valora, principalmente, los resultados de investigación por el tipo de revista en que se publican y por la cantidad de citas que tiene ese trabajo, lo que para Díaz Barriga (2009) representa un proceso de fiscalización burocrática cuantitativa y una intromisión gubernamental en la vida académica. El SNII ha provocado, así, el fomento del puntismo, la simulación, la corrupción, el desmantelamiento de la carrera académica institucional y el desaliento de la docencia (Galaz Fontes et al., 2020). Además, la pertenencia al SNII refuerza un sistema desigual: las ciencias, las ingenierías y la tecnología por encima de las humanidades y las ciencias sociales (Levy, 1998).
          De los problemas más graves que pueden suscitar estos programas de productividad, son el fomento a la competencia y al trabajo individual, la estratificación académica, la dispersión de los procesos colectivos y la no revitalización del trabajo en la academia y de los seminarios de discusión (Fuentes Monterrubio, 1999). Además, impactan en diversos grados las formas de ingreso, contratos, horarios, salarios y estímulos económicos, modificando la esencia del trabajo docente en cuanto al proceso de enseñanza-aprendizaje, hacia un sentido de gestión. Los sindicatos quedan explícitamente excluidos del proceso (Gil Antón, 2012; Guerrero Solís, 2020; Kent Serna, 2005; Recéndez Guerrero y Rodríguez Betanzos, 2012), y los ingresos individuales procedentes de esta fuente no están sujetos a negociación colectiva ni afectan a las pensiones (Kent y de Vries, 1997). En términos generales, la reestructuración de los esquemas salariales vinculados a los estímulos a la productividad genera que cada vez sea más complejo cumplir con los parámetros de suficiencia y habilitación de las plantas académicas, y que las y los académicos se enfrenten continuamente a situaciones de incertidumbre que les obligan a reorientar sus actividades a fin de satisfacer los parámetros de productividad propuestos desde “fuera” de las instituciones (Sánchez Saldaña, 2008). Otra problemática es que la constante evaluación del desempeño provoca daños físicos y mentales porque hay demandas constantes que deben ser cubiertas, con lo que el tiempo debe maximizarse para lograr cumplir con todo. Ello ocasiona que la mayoría del profesorado padezca el SINATA (Síndrome Adquirido por el Trabajo Académico): “patologías que se asocian al desempeño del oficio (colitis, migraña, presión arterial alta, trastornos de la vista, el habla y el oído, dermatitis, enfermedades cardiovasculares, obesidad, trastornos de la alimentación, cambios hormonales, entre otras)” (Acosta Reveles, 2021: 140).
          Respecto a aspirantes y estudiantes, su principal organismo evaluador es el Centro Nacional para la Evaluación de la Educación Superior (CENEVAL), establecido en 1994 a partir de un acuerdo entre la SEP, la ANUIES, el Instituto Mexicano de Contadores Públicos, A.C., el Colegio Nacional de Psicólogos, A.C. y el Colegio Nacional de Médicos Veterinarios Zootecnistas, A.C. (González Ledesma, 2010; Guerrero Solís, 2020). De carácter privado (Kent y de Vries, 1997; Muñoz Domínguez y Hernández Martínez, 2017), el CENEVAL recibe ingresos por la realización de exámenes estandarizados y homogéneos de admisión a nivel nacional de estudiantes a la educación media superior (EXANI-I), de ingreso a licenciatura (EXANI-II), de egreso de licenciatura (EGEL), y de ingreso a posgrado (EXANI-III). El costo de las pruebas oscila entre los 60 y los 500 dólares estadounidenses, dependiendo del examen (López De Lara Marín, 2011). De este modo, los empresarios tienen una participación directa en la determinación de los criterios para el paso de cientos de miles de jóvenes a los niveles superiores de educación, y del perfil que determina quiénes de los egresados de las universidades son profesionistas “de calidad” (Aboites, 1999, 2011). Con esto, prevalece un proyecto educativo de alianzas entre empresarios, que apuntalan un modelo de nación fiel a sus intereses económicos (Ávila Sánchez y Casas Cárdenas, 2021). Además de hacer este tipo de evaluaciones, el CENEVAL también percibe ingresos por la evaluación de algunas personas que deseen obtener un título sin cursar estudios oficiales, con lo que cerca del 12% de la población mexicana ya ha sido evaluado por este centro (Zárate Grajales y Castillo Rodríguez, 2007). Es importante apuntar que desde 1997 el CENEVAL reconoció que sus pruebas favorecen a quienes viven en zonas urbanas, pertenecen a clases medias y son hombres (Aboites, 2012). De este modo, estas pruebas se caracterizan por sobrevalorar al modelo educativo hegemónico y “han empezado a dar forma a un nuevo dispositivo de conducción de la población estudiantil, también a partir del fomento de la competencia basada en la potenciación del rendimiento individual” (Ibarra Colado, 2002: 93). Finalmente, cabe señalar que entre el 60% y el 80% de personas candidatas al ingreso de licenciatura quedan excluidas, y que hay una asignación forzosa a escuelas no deseadas, con lo que muchas personas optan por desertar (Aboites, 1999; 2012).

Reflexiones finales

La referencia a las declaraciones de López Obrador en 2021 al inicio de este trabajo es una provocación para invitar a una reflexión-acción respecto a lo que está ocurriendo, no sólo en la UNAM, sino en todas las instituciones de educación superior. Como he desarrollado a lo largo de este artículo, las investigaciones previas muestran que persiste una gubernamentalidad neoliberal soft que se caracteriza por la aplicación de políticas ideadas por organismos internacionales entretejidas con los intereses de los gobiernos en turno, que han encontrado pocas resistencias a su paso. Como consecuencia, prevalece un sistema que, al poner el énfasis en la calidad, ha provocado que la cobertura neta alcance apenas el 20%, lo que tiene efectos emocionales y profesionales en quienes no logran acceder a la educación superior. Asimismo, la inconsistencia en el financiamiento tiene graves repercusiones, como la competencia por fondos y la estratificación/precarización del personal docente. Además, el financiamiento se encuentra vinculado con la evaluación, con lo que hay un dispositivo de control estatal del trabajo académico.
          Ante esta situación, sería importante que, como lo recomienda la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), el 2% del PIB fuera destinado a la educación superior (Lora Cam y Recéndez, 2003). Esto permitiría que los presupuestos de las instituciones no fueran tan radicalmente distintos y que se ampliara la cobertura con calidad. Con el aumento, se podrían establecer espacios que permitan a la sociedad y a las comunidades universitarias supervisar el uso de los recursos (Aboites, 1999). También, es necesario que se tengan presentes las necesidades y particularidades que existen entre las instituciones para reorganizar la educación según las expectativas de las poblaciones, las realidades económicas y sociales, y las potencialidades de las regiones (Ávila Sánchez y Casas Cárdenas, 2021). En el ámbito de las evaluaciones, sería importante implementar un sistema de evaluación integral que se centrara en develar acciones y decisiones que permitan mejorar la calidad del proceso de enseñanza-aprendizaje, por encima del rendimiento a destajo, además de que dejen de ser el único criterio que incide directamente en la asignación de recursos a las universidades y al profesorado (Aboites, 1999; Ibarra Colado, 2002; Lora Cam y Recéndez, 2003), ya que las formas actuales de evaluación se basan en criterios del mercado y su prioridad es la rentabilidad. Para ello, se pueden contemplar otros criterios más equitativos. Así, podría reducirse al mínimo la remuneración adicional basada en evaluaciones a corto plazo y, en su lugar, podrían asignarse ingresos adecuados a cada una de las categorías que pueden asumir las distintas trayectorias laborales (Galaz Fontes et al., 2020), así se requiera de largos debates políticos y continuos ajustes (Kent y de Vries, 1997). También, es precisa la consolidación de comunidades académicas que cuenten con liderazgos éticamente fundados, que favorezcan la solidaridad y la equidad social, con el fin de potenciar el trabajo honesto y colectivo bajo reglas de comportamiento compartidas (Acosta Reveles, 2021; Ibarra Colado, 2002). Esta revitalización de la eduación superior pública también podría estar acompañada de una pedagogía libertaria, crítica e inter y trans disciplinaria, lo que a su vez posibilitaría el establecimiento de mecanismos más fluidos de paso entre el bachillerato y el nivel superior (Aboites, 1999; Ávila Sánchez y Casas Cárdenas, 2021).
          Estos cambios serán posibles, en gran medida, como Lora Cam y Recéndez lo destacaban hace 20 años, “si los académicos con conciencia crítica del país deciden romper con el sometimiento a la novedosa sociedad de control y con la práctica individualista de acumular puntos. Debemos protestar y resistir para cambiar las cosas, para revertir un sistema que ha destruido la educación nacional” (2003: 79). Es impostergable recuperar a la educación superior como un bien público gratuito que el Estado debe garantizar desde una perspectiva de acceso no clasista, no racista, no sexista y no etnocéntrica.

*Isaura Castelao-Huerta
Mexicana. Doctora en Ciencias Humanas y Sociales, Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá. Becaria posdoctoral, Centro de Investigaciones y Estudios de Género (CIEG), asesorada por la Dra. Ana Buquet, UNAM. Temas de investigación: políticas neoliberales, educación superior, género y cuidado. ORCID: https://orcid.org/0000-0001-9402-3868. isaura_castelao@cieg.unam.mx/ icastelaoh@unal.edu.co
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Cómo citar este artículo

Castelao-Huerta, Isaura (2024), “Gubernamentalidad neoliberal soft: el caso de la educación superior pública en México artículo”, Revista Iberoamericana de Educación Superior (RIES), vol. XV, núm. 42, DOI: https://doi.org/10.22201/iisue.20072872e.2024.42.1665 [consulta: fecha de última consulta].

Title: Gubernamentalidad neoliberal soft: el caso de la educación superior pública en México
Author:
Subjects: universidades; financiamiento; neoliberalismo; pago por rendimiento; Latinoamérica; México
Is Part Of:
Revista Iberoamericana de Educación Superior (RIES), , Vol. 15(42),
p.079-100 [Peer Reviewed Journal]
Description: resumen en español.
Publisher: Universia, IISUE-UNAM
Source: Universia, IISUE-UNAM
ISSN: 0163-9374 ;
E-ISSN: 1544-4554 ;
DOI: 10.22201/iisue.20072872e.2024.42.1665